
Rafaela Ybarra (y 2)
Con su labor quiso negar que hubiera fracasos irrecuperables y mujeres perdidas en el corazón de una sociedad encandilada por el progreso, por el bienestar y por el éxito
Escribíamos el viernes pasado sobre «la tiíta» Rafaela Ybarra, nacida en 1843 y fallecida en 1900, al hilo de una noticia recuperada sobre su beatificación por Juan Pablo II en septiembre de 1984. Decíamos que se había hecho cargo no sólo de sus siete hijos, sino de otros once sobrinos y niños familiares que habían sufrido la orfandad y el riesgo del desamparo. Y que tras enviudar hizo voto de castidad y que, «desde su acomodada posición», fundó Los Ángeles Custodios para acoger a las chicas, habitualmente del servicio doméstico, que habían sufrido los desmanes de sus señoritos burgueses. Su fundación, con ese nombre tan decimonónico y tan ñoño, fue sin embargo un acto de rebeldía muy puro. Fue negar que hubiera fracasos irrecuperables y mujeres perdidas en el corazón de una sociedad encandilada por el progreso, por el bienestar, por el éxito. No quiso que se perdiera nada, ni nadie. Hizo de tripas –las tripas de su sociedad—, corazón. Pagó los platos rotos de su clase.
Pero esa rebeldía fue, a la vez, un acto muy humilde. Rafaela Ybarra no se salió de lo corriente (al fin y al cabo, 'los pobres'–e ir a socorrerlos, catequizarlos, vestirlos– estaban de moda en la buena sociedad de aquel tiempo). Lo único extra-ordinario que ella puso fue fijarse, con especial, con maternal cuidado en aquel mismo espectáculo de desamparo y de miseria que cualquier dama amiga suya podía advertir el día dedicado a 'la catequesis' o a 'visitar a los pobres'. ¿Qué hay de santidad en lo que hizo Rafaela Ybarra? ¿Qué se quiere decir al decir que era santa? ¿Tenían acaso obligación todas las damas bilbaínas de ocuparse de todas las jóvenes sin trabajo?
Una de las cosas del mundo que el virtuoso rehace (sin llegar nunca a saberlo) con su esfuerzo, son las normas
Quizá sea conveniente recordar aquí la distinción de Max Scheler entre norma y prototipo. La norma expresa principios generales del deber ser general acerca de un determinado contenido valioso; el prototipo es la persona, a la vez ideal y concreta, que los encarna. Rafaela Ybarra, sin duda, encarnó típicamente los valores que, en abstracto, mantenía su clase. Pero a ello añadió la originalidad sorprendente de encarnarlos, prototípicamente, ella misma en persona. «No hay rectitud material alguna en la norma obligatoria —dice Scheler— sin la bondad esencial de la persona que la propone». Si se examina la vida de Rafaela Ybarra salta a la vista una creciente singularización de virtudes comunes, normales.
Diríase que se especializó personalmente en ellas. Dice Iris Murdoch –a quien esta mezcla de rebeldía y humildad interesaría profundamente— que sólo en el ejercicio de nuestras virtudes (por pocas o por insignificantes que sean) somos realmente originales. Y es que en la virtud estamos mucho más solos que en el vicio. Hay que inventarlo todo, rehacer el mundo de pies a cabeza. Una de las cosas del mundo que el virtuoso (sin llegar nunca a saberlo) rehace con su esfuerzo, son las normas. Llega a decir Scheler que los prototipos son, incluso genéricamente, anteriores por su esencia, a las normas. Yo creo que tiene toda la razón. En la cima del monte de la perfección no hay ya camino «pues para el justo —como decía San Juan de la Cruz— no hay ley».
¿Qué hay de santidad en lo que hizo? ¿Tenían acaso obligación todas las damas bilbaínas de ocuparse de las jóvenes sin trabajo?
Es muy probable que Rafaela Ybarra no se conociera a sí misma; con dieciocho criaturas a la espalda, es muy probable que no se detuviera en el semblante «que en el íntimo espejo se recrea». Debió tener el encanto —bien poco socrático, por cierto— de la casi completa ausencia de conciencia refleja. Quizá creyó que se limitaba a cumplir con su deber cuando estaba, en realidad, inventándolo y fundándolo. Me temo que, como la idea misma de perfección, no resulte Rafaela Ybarra una santa atractiva hoy en día. Yo recuerdo una de sus fotografías: una mujer todavía joven, de ojos negros hundidos en una carita ovalada y muy blanca. Y el encanto casi animal de una criatura extasiada.
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Ilustración Marc González Sala
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