El renacimiento de las cartas
Mi propia vocación literaria se ha nutrido durante muchos años casi exclusivamente de ese escribir singular, obsesivo, arbitrario y minucioso en que escribir cartas consiste
Todos los asuntos urgentes o graves se discuten hoy día por teléfono. El móvil ha sustituido casi por completo, por ejemplo, a las antiguas cartas comerciales. Pero dejemos a estas últimas –y a Pessoa que tantísimas tradujo y que escribió muy en serio sobre ellas– de momento, a un lado. Y concentremos nuestra atención en la aparente decadencia de la carta particular, en el hecho de que todos nosotros escribimos y recibimos cada día menos cartas en papel, aunque es verdad que seguimos recibiendo correos pero electrónicos.
El teléfono es la inmediatez, la voz reconocida que cancela en un instante las distancias más largas. Y la correspondencia epistolar se ha separado así de la urgencia de la vida y, como una obra literaria, se ha ido remansando, perdiendo realidad; se ha vuelto casi un lujo, un animal tardígrado, un lugar para las reflexiones, las descripciones o las narraciones. He aquí, en suma, el estado actual de la cuestión: la carta ha perdido inmediatez, continuidad y viveza (lo cual implica cierta decadencia de la misma como medio de comunicación) y ha ganado reposo y significatividad (lo cual implica, quizá, la posibilidad de un cierto renacimiento. Aunque no estoy seguro).
Adviértase que me estoy refiriendo muy concretamente a las cartas particulares que se cruzan entre particulares, no entre literatos, en cuanto tales. Insisto en esto porque mi interés por las cartas (que incluye también un gran interés por toda suerte de diarios íntimos) está muy lejos de ser primariamente literario. Lo literario, en cartas más o menos deliberadamente literarias, es parasitario respecto de las verdaderas cartas, las cartas vulgares y corrientes, esas que, de no ser nosotros sus destinatarios, jamás, nunca jamás, leeremos. Y puestos a apurar ya la paradoja, yo diría que tanto más literariamente perfecta es una carta cuanto menos literaria nos parece. (¿Es esta una auténtica o una falsa aporía de nuestra conciencia crítica?). Compárese a este respecto la evidente irrealidad de las cartas de un Rilke (o, por lo menos, de algunas de ellas) con las espontáneas, ordinarias, agobiantes, revueltas, resplandecientes cartas de un Kafka o de un Keats.
Tanto más literariamente perfecta es una carta cuanto menos literaria nos parece
Pero atendamos ahora a ese singularísimo acto en que consiste escribir a un amigo, a un familiar, a un amante, una carta. (Describir ese acto por entero implicaría describir también esos dos momentos del antes de recibir la contestación y del inmenso ahora de tenerla, sin abrir primero y luego abierta, ante los ojos, ya en las manos. Pero esto nos alargaría demasiado). ¿Cómo, dónde, cuándo escribimos nuestras cartas? ¿A mano, a máquina? ¿Dictamos nuestras cartas personales?
Porque cuenta Bergonzi que T.S. Eliot dictaba a su secretaria las cartas más íntimas. ¿Las fotocopiamos o guardamos en el ordenador una vez escritas? ¿No hay algo profundamente impúdico en el simple hecho de fotocopiar o guardar en el ordenador o en buzón del email una sencilla carta a un amigo? ¿No es fotocopiarla o guardarla como un impuro deseo de no entregarnos por completo? ¿Una tacañería a la hora de darnos y olvidarnos en el lenguaje inmediato? Dejo al cristiano lector que se pasea por esta plazuela entregado al juego de responder a estas preguntas. Y pasemos a otra cosa.
El teléfono es la inmediatez y la correspondencia epistolar se ha separado así de la urgencia de la vida
Confieso que mi propia vocación literaria se ha nutrido durante muchos años casi exclusivamente de ese escribir singular, obsesivo, arbitrario, minucioso hasta la saciedad y la nimiedad en que escribir cartas consiste. Durante doce años apenas disfruté del beneficio de un teléfono particular, en los tiempos en que, por supuesto, no existía el móvil. Todo tenía que ser dicho y hecho por carta. Todo sucedía en las cartas. Y lo curioso es que semejante esfuerzo expresivo, precisamente por lo muy alejado que se hallaba de toda voluntad de exhibición pública, resultaba ser literario puro. Una vibrante oquedad en busca de su tiento de lleno. Un absorto contar exclamativo y deíctico que, en cada carta, me arrojaba de bruces al manadero recóndito de la creación verbal pura.
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Ilustración Marc González Sala
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