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Retrato ambiental de Federico Lucendo Pombo
Marc González Sala
Plazuela de Pombo

Retrato ambiental de Federico Lucendo Pombo

El protagonista de este artículo es un hombre encantador al que vi nacer cuando vivíamos en el Muelle 35 y todos nosotros es todo lo que había en Santander en aquel tiempo

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 22 de agosto 2025, 07:17

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Federico Lucendo Pombo es un encanto. A continuación diré por qué. Pero ahora mismo diré que es encantador porque se viste a la antigua con pantalones rojos y blazers azul marino con botones dorados. Y, especialmente, porque pone en su alto mirador del Muelle, 35, y balcones adjuntos, la bandera española en las fiestas del Carmen, la Virgen marinera y santanderina que todos los montañeses celebramos. ¿Y por eso sólo es encantador?, inquiere el precipitado lector de este artículo. ¡Hombre, no! Es encantador porque va poniendo todas las banderas nacionales de todos los países de la América hispana en sus fiestas correspondientes. ¿Y por eso sólo es encantador? No, señora. Federico Lucendo Pombo es un abanderado de todos nosotros, nuestra genial y contradictoria tropa de santanderinos foramontanos.

Metafóricamente puedo declarar que yo le vi nacer. Cuando nació Federiquín vivíamos todos en el Muelle, 35, tía Rosa y tío Gabriel, tío Gerardo y tía Nené, el doctor Vega Hazas en el segundo, tía María Teresa (madre de Federiquín) y tío Tomás Lucendo (su padre, un carlista, un requeté, enardecido y amabilísimo siempre con todos nosotros). Y, por supuesto, nosotros mismos, mi padre, mi madre y yo y fraulein María Hirschle y Manuela la cocinera, desesperadamente enamorada del cojo del bar de Las Olas. Todos nosotros es todo lo que había en Santander en aquel tiempo, si mal no recuerdo. Y nadie malrecuerda si recuerda bien su propia infancia, sus recuerdos de entonces, y tiene la gran paciencia que decía Rilke de esperar a que vuelvan, porque lo esencial de los recuerdos es el vaivén de la memoria: nunca están ahí, nunca se van de ahí.

También es encantador, ¡oh, lector displicente!, porque Federico Lucendo Pombo tiene el encanto de tener el más encantador piso de la ciudad para ver la bahía de Santander, Peña Cabarga, el Marítimo, Puertochico. Tenía más menos 0 años cuando yo tenía más menos 10 años. Tía María Teresa acababa de casarse, una gran ceremonia que se celebró en casa de tío Gabriel y tía Rosa en el tercer piso, en un precioso salón que sólo visitábamos con ocasión de primeras comuniones o bodas o bautizos y que podía convertirse de pronto en una auténtica capilla redorada para las celebraciones importantes. Tío Gabriel y tía Rosa eran y son un marco infinito, infinitamente divisible de mis primeros quince años de malestudiante santanderino, en el mismo curso, por cierto, del mejor estudiante santanderino, Juan Víctor Navarro Baldeweg.

Cuando nació Federiquín tendría yo diez años y todos éramos católicos. Cuando un guiso salía mal solía decirse «¡no está esto muy católico!». Incluso se decía de uno mismo «¡no estoy muy católico!» cuando nos dolía la barriga. Si no recuerdo mal, a tía María Teresa la casó el Nuncio de Su Santidad el Papa. No puede ser y es imposible que tuviese yo más de ocho o diez años entonces, porque iba los jueves a merendar a casa de tía Rosa y tío Gabriel y tía María Teresa estaba aún soltera. Yo mismo estaba aún soltero y sigo estándolo, a Dios gracias. Vivíamos en un mundo de ideas muy hechas, muy prefabricadas e incluso muy hermosas, a la vez que muy falsas a la vez que muy cómicas. Como diría don Luis Felipe Vivanco, «¡Oh tiempo de las rocas que la marea cubre, / tiempo de los maíces y el camino encharcado! / ¡Oh tiempo de las niñas jugando a sus casitas!». Cito estos versos de nuestro inolvidable Luis Felipe Vivanco, porque van un poco al aire de mis recuerdos santanderinos y mis memorias del Federiquín niño con su fraulein mora, marroquí

Tía María Teresa dijo en una merienda de tía Rosa (mi madre la oyó decirlo, yo no estaba presente en esa ocasión), que «se casaba por no pasar el bichorno». «Bichorno» es un modismo montañés que significa «por no pasar la vergüenza de quedarse soltera», una vergüenza, por cierto, que tía María Teresa nunca tuvo. Se casó porque se enamoró del tío Tomás, un poco lo mismo que se desenamoró después. Tía María Teresa Pombo Roiz de la Parra es, sin duda, uno de los genios del lugar donde yo pasé mi primera juventud, en el Muelle, 35 (genius loci). Tenía talento para la repostería de alta gama y para la conversación incesante, como todas nosotras. Lo digo en femenino porque yo he heredado la conversacionalidad de mi madre y mis tías. Un talento no menor, un talento para la improvisación verbal. Federico Chopin tocó sus mejores sonatas sentándose casualmente al piano de cualquier dama vienesa que le invitaba a tocar el piano. Impromptu, o un retrato ambiental de Federico Lucendo Pombo con todo mi afecto.

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