La señora Dalloway, un siglo más tarde
Ni las técnicas innovadoras ni la belleza del lenguaje opacan la profunda exploración psicológica que Virginia Woolf lleva a cabo a través de sus personajes
El pasado mayo se cumplieron 100 años de la publicación de La señora Dalloway, una de las obras magistrales de Virginia Woolf que parecen inmunes al paso del tiempo.
Virginia Woolf (1882-1941) se enmarca dentro de un contexto histórico y cultural muy concreto, el modernismo británico, que se caracteriza por la ruptura con el realismo, así como por la búsqueda de nuevas formas de representar el tiempo, la conciencia y la realidad. La Primera Guerra Mundial contribuye a desmoronar algunas de las certezas predominantes desde la Ilustración. La ilusión del ser racional se resquebraja frente a los tratados freudianos sobre el subconsciente que tanto atrajeron al grupo de Bloomsbury desde sus inicios. Las teorías de la relatividad del tiempo transforman radicalmente la manera de entender la realidad externa e influyen a su vez en el cambio de paradigma que experimenta la literatura británica en las primeras décadas del s. XX.
En 1925 Virginia Woolf publica, además de La Señora Dalloway, el ensayo titulado 'La ficción moderna' (Modern Fiction). En él rechaza el realismo decimonónico a favor de una escritura capaz de captar el «espíritu», la vida interior tal como se experimenta a través de la conciencia humana. El modernismo de Woolf se centra en lo cotidiano para, a partir de la escritura, ir tejiendo una red más o menos lógica, más o menos coherente, de pensamientos. Las primeras líneas de La señora Dalloway explotan la trivialidad: una mujer de clase acomodada decide comprar ella misma las flores para la fiesta que dará esa noche en su casa. Lo ordinario, sin embargo, muta hacia lo transcendente. El resto de la trama se desarrolla en las siguientes doce horas de ese día del mes de junio en el Londres de entreguerras, donde deambulan y cohabitan una serie de personajes cautivos de sus recuerdos. Cabe destacar que inicialmente la novela se titulaba 'Las horas' y la estructura se dividía en doce secciones. El tiempo, protagonista incuestionable de la obra, se bifurca en dos direcciones. El tiempo objetivo, el de las campanadas del Big Ben. «Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable». Y, fundamentalmente, el tiempo subjetivo en el que confluyen el presente y pasado de cada uno de los personajes. Todo esto a través de monólogos interiores y un flujo de conciencia (stream of consciousness) más ordenado, más lírico, que el flujo de conciencia de otra obra cumbre del modernismo, el Ulises de Joyce, que también protagonizan personajes corrientes a lo largo de un día cualquiera, en este caso, en la ciudad de Dublín.
La contribución de La señora Dalloway al modernismo y a la manera de representar el tiempo en la novela es evidente, pero el hecho de que un siglo más tarde sigamos leyéndola, emocionándonos y conectando con ella más allá de corrientes estéticas, nos plantea otro tipo de interpretaciones. Ni las técnicas innovadoras ni la belleza del lenguaje opacan la profunda exploración psicológica que Virginia Woolf lleva a cabo a través de sus personajes. Inmediatamente después del comienzo –sólo aparentemente– banal, el aire de la mañana traslada a Clarissa Dalloway a otra mañana distinta, hace más de treinta años, al ruido de las bisagras del balcón al abrirse (horas más tarde otra ventana tendrá un propósito mucho más trágico), a la sensación que le evoca, a lo que Peter Walsh le dijo, o quizás no fue eso lo que le dijo. El pasado, avivado en parte por la visita de Peter, gana terreno al presente. Somos lo que recordamos; también lo que nos empeñamos en olvidar. No es casual que el momento más «exquisito» de la vida de Clarissa se vincule a un deseo reprimido, el beso con su amiga Sally.
Somos sólo en relación con otros
Si bien la señora Dalloway aparecía en relatos anteriores, Virginia Woolf decide utilizarla en el contexto de una novela precisamente cuando concibe a su alter ego, el veterano traumatizado por la guerra, Septimus Warren Smith. El fluido y constante movimiento de conciencias permite a Virginia Woolf demostrar que los seres humanos somos sólo en relación con otros. La novela exhibe cómo los personajes se ven a sí mismos, cómo son vistos por otros, y cómo se ven a través de los ojos de otros. La multiplicidad de perspectivas se despliega desde diversos ángulos. Un ejemplo es la escena del aeroplano que dibuja letras en el cielo que cada conciencia interpreta de una forma distinta. Entre los personajes que miran está Septimus, pero lo que ve no son letras, sino el horror de la guerra.
Virginia Woolf se sirve de ciertas experiencias autobiográficas para narrar los síntomas postraumáticos de Septimus y, sobre todo, para expresar una implacable crítica social. Clarissa considera que es «muy, muy peligroso vivir, aunque solo fuera un día». La consecuencia es una existencia vacía que el propio Peter define como «la muerte del alma». Cuando al final de la novela, Clarissa se entera durante su fiesta del suicidio de Septimus, lo define como «desafío», «un intento de comunicar». La epifanía de la señora Dalloway encierra a su vez una crítica a una sociedad que reprime todo aquello que se resiste a acomodarse a las convenciones sociales de la época.
En definitiva, el logro de Virginia Woolf no se limita al hallazgo de nuevas formas de narrar, sino en iluminar aspectos de la realidad hasta entonces oculta. Escribe Woolf, «Para mí nada es real, excepto lo que escribo», una escritura que aún hoy engrandece nuestra realidad.
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