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El sentimiento de un oficio. Una nota sobre el 'Notebook' de Henry James
Plazuela de Pombo

El sentimiento de un oficio. Una nota sobre el 'Notebook' de Henry James

He sufrido en mi propia carne las dificultades de contar, narrar, dictar una novela larga y a la vez la pasión continuada de ver cómo la novela se va haciendo ante mis ojos.

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 14 de noviembre 2025, 07:25

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Voy a comentar brevemente una nota del 'Notebook' de Henry James, editado en castellano por Destino (2009) con traducción del inglés de Marcelo Cohen (1989). En la presentación se cita un texto sumamente interesante: «Henry James tiene 68 años y examina las posibilidades de la idea para un cuento». James usa la palabra 'idea' en el sentido de representación u ocurrencia, que es un sentido natural del concepto de idea para nosotros. Dice Henry James: «Ahora que acabo de desanudarlo a propósito, no podría decir que el argumento me impresione en exceso, y sin embargo es este el único modo de ahuyentar esos motivos que flotan alrededor de uno como fantasmillas. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos y después se ve. Por lo demás, esta prueba de la formulación es en cualquier caso algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque no sea más que porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados. Debemos fijarnos en que más que la nostalgia de los días sagrados (los de producción más intensa acaso entre 1885 y 1905) es que aporta una suerte de imagen concentrada del sentimiento de un oficio».

Examinemos por un instante esta idea del «sentimiento de un oficio». El hecho de que formular un tema o un argumento resultase exquisito para James era—dice el presentador de sus cuadernos de notas, Marcelo Cohen— «porque en esa tarea se desplegaban sin apremios las virtudes de la imaginación». Y sigue diciendo Cohen: «Leyendo las notas de más de treinta años se adquiere la certeza de que los bocetos de sus obras proporcionaban a James un placer extraordinario: el placer de la invención libre intensificado por la inminencia de la composición». Y añade que «los nueve cuadernos que forman este volumen (cuadernos de notas 1878-1911) son tanto un registro de la dificultad de narrar como la crónica de una pasión». Conviene detenerse en estos dos aspectos: narrar le resultaba dificultoso a Henry James y, a la vez, era una pasión casi única.

Yo puedo decir que he sufrido en mi propia carne las dificultades de contar, narrar, dictar una novela larga —digamos trescientos folios— y a la vez la pasión continuada de ver cómo la novela se va haciendo ante mis ojos. A ratos parece que se va escribiendo ella sola y que yo mismo fuera sólo un amanuense aplicado, más bien que un autor. Esto es un buen sentimiento, primero porque es un sentimiento de humildad ante una obra tan grande como la de Henry James y segundo porque es la verdad. La verdad es que las novelas que he escrito me han dado mucha lata y la que ahora mismo escribo, salpicada por una colección de nuevos cuentos, me está dando una lata óptima y máxima.

No recuerdo bien qué autor español, creo que Eugenio d'Ors, respondió a una entrevistadora que le preguntaba si le gustaba escribir: «Más que escribir, señorita, lo que me gusta es haber escrito». Si bien es cierto que yo escribo porque no sé hacer ninguna otra cosa, también, al cabo de los años, ha resultado ser mi vocación, una vocación que surge no tanto del placer de estar escribiendo sino de saber que me producirá satisfacción haber escrito.

Lo que me gusta de verdad, por lo que fui famoso en mi casa familiar con mis padres y mis tíos y mis abuelos y abuelas, era porque hablaba constantemente, me encantaba hablar. Y, por hablar, cuchicheando en la oreja de mis compañeros de clase, me echaron de clase en muchas ocasiones. E incluso en el gran comedor del Colegio San José de los Jesuitas de Valladolid, justo en medio, me puso de rodillas el padre prefecto con los brazos en cruz porque este padre prefecto era severo y encantador y conseguía silencios espectaculares en la masa de alumnos internos y mediopensionistas que nos reuníamos en el gran comedor. Ese gran silencio lo rompí yo cuchicheando, no recuerdo qué gansada, en el oído de mi compañero Nacho. Debió resonar en toda la estancia porque la reacción del padre prefecto fue instantánea: «¡Pombo! ¡De rodillas con los brazos en cruz!». No sé qué era peor, si estar de rodillas o con los brazos en cruz. Lo más martirial, en mi opinión, era los brazos en cruz. Parecían dos brazos de plomo. Ese fue en aquel entonces el precio que pagué por romper el silencio y no sé si tendría que volverlo a pagar ahora mismo por romper el silencio.

De Henry James he aprendido, por cierto, que las referencias personales en los cuadernos de notas o en los diarios o en las propias obras literarias, congracian al lector con el autor más bien que lo contrario. No sé, de todos modos, si esto es un hecho comprobado o sólo una ilusión por mi parte. Fray Gerundio de Campazas, alias 'Zotes', hablaba por los codos. Era un orador sagrado que se servía del poder que dan los púlpitos para hablar y hablar y hablar.

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