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Me permito recordar, una vez más, al lector santanderino que esto es una plazuela y no una gran plaza. Y, a la vez, que esas reducidas dimensiones se han convertido en un poderoso estímulo ensayístico estos primeros meses de colaboración.
Una persona que está en una plaza está emplazado. Esta plazuela me emplaza cada viernes como una auténtica plaza de toros. Iris Murdoch y John Bayley se casaron en 1956. Y de ahí en adelante fueron una pareja estable. La frase que describe la dinámica de su matrimonio es deslumbrantemente paradójica: «growing closer and closer apart». Crecer cada cual por su parte más cerca y más cerca uno de otro cada vez. En su Elegía de Iris, y refiriéndose a sus primeros encuentros amorosos, dice Bayley que «estábamos juntos porque nos sentíamos confortados y asegurados por la soledad que cada uno percibía en el otro».
Esto es comparable a un célebre texto de la correspondencia de Rainer Maria Rilke donde describe el matrimonio como «dos soledades que mutuamente se respetan y reverencian». Hay una cierta similaridad entre estas dos concepciones dinamizada por la diferencia que existe entre reverencia y respeto, por un lado, y confianza y seguridad de ambos frente a la soledad de cada cual. La dialéctica que supera el estaticismo sacralizante de Rilke es la confianza mutua y la nítida visión mutua de ambas soledades. La soledad personal es innegociable y, a la vez, dialécticamente la soledad personal es negociable en el amor mutuo. No trataré de explicar más esta brillante paradoja. He insistido desde un principio en poner por delante la relación matrimonial de estos dos escritores, sus poderosos yoes, para hacer ver el trabajo espiritual, el laboreo de la conciencia creadora de los dos, histórico-crítica (Bayley) y narrativo-filosófica (Murdoch).
Me encuentro, por supuesto, con el aplastante volumen de las obras completas de Iris Murdoch, así como también el impresionante trabajo de crítica, por mencionar sólo dos textos, de Peter J. Conradi ('Iris Murdoch. A life') y Elizabeth Dipple ('Iris Murdoch. Work for the Spirit'). La bibliografía sobre ambos, y en especial sobre Iris, es tan copiosa y fascinante, que recibiré a continuación al toro de esta plazuel a puerta gayola.
Empezar, pues, con lo más deslumbrante e ilegible e incomprensible y platónico: el sol. El sol representa en Platón el Bien y el Bien representa en Iris Murdoch la santidad. De ambos dice, unificándolos, que aparecen en nuestra conciencia bajo la forma de la inconsciencia, literalmente, «goodness is unconciousness». El único texto esclarecedor aquí procede de las palabras de nuestro Señor Jesucristo: «que tu ojo sea sencillo y que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda». Llegado aquí, el lector interesado puede dar un repaso a las gigantescamente paradójicas bienaventuranzas del Sermón de la montaña. Ni siquiera en el caso del «yo escindido» o «dividido», por usar la frase del psiquiatra escocés Ronald David Laing, la mano izquierda ignora lo que hace la derecha o al revés. Eso es, sin embargo, le môte juste de la predicación de nuestro Señor Jesucristo. Recuérdese, a título de consolación circunstancial, a San Juan de la Cruz del Monte Carmelo: «Quien quiera venir a gustarlo todo, no tenga gusto en nada; por aquí ya no hay camino porque para el justo no hay ley». ¿Cómo que no hay ley? ¿Y cómo se orientará el justo? ¿Cómo contemplará el justo el Bien absoluto, la bondad absoluta, a la vez a la cual tiene que aspirar, según Iris Murdoch y que, como el sol, si lo mira de frente, le deja ciego al salir de la cueva de su vida privada? Este lenguaje teológico, esta ética de absolutos que aquí se enuncia brevemente, tertulianos de la plazuela y mortales que simplemente somos, es el contenido espiritual de la obra narrativa de Iris Murdoch que, por supuesto, en vez de parecer gran teología o gran ética nicomaquea, parecen contemporáneas novelas de costumbres sumamente divertidas. Iris Murdoch tenía el arte de capturar férreamente la atención del lector obligándole a atravesar las quinientas páginas de sus últimos libros, con un sentimiento de ligereza y de alegre y complacido autoconocimiento. Era, al fin y al cabo, por extraño que suene una novelista que vendía muchos libros, una escritora popular. Y aquí aparece, como de paso, otra característica de su inspiración filosófico-literaria que subraya su marido John Bayley en su 'Elegía de Iris': «Su humildad es pura y sin pretensiones, como pocas veces se puede decir de la humildad. Iris no quería distanciarse de los demás, creía siempre lo que le contaban. Me sorprendía la facilidad con que podían engañarla. No tenía necesidad de ser perspicaz, de calar a la gente, de descubrir su punto débil (...) Sus libros (…) crean un mundo nuevo que es al mismo tiempo un mundo corriente, no hay en ellos un interés personal; carecen de pretensiones intelectuales y de la necesidad de ser originales».
Ilustración: Marc González Sala
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