Borrar
¿Está el veraneo sobrevalorado?
Marc González Sala
Plazuela de Pombo

¿Está el veraneo sobrevalorado?

Agosto era como un entrenador que no pasa por movimiento mal hecho. Este agosto de hoy en día es un ejemplar indisimulado, una copia exacta de los agostos de mi juventud

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 29 de agosto 2025, 07:24

Comenta

¿Está el veraneo sobrevalorado? Hace unos días, quizá dos semanas, leí en 'El Mundo' esta frase: «El veraneo está sobrevalorado». Y fruncí el ceño y me cabreé silenciosamente y decidí escribir una plazuela sobre este asunto. Yo diría más bien todo lo contrario. El veraneo, los veranos, están infravalorados en España. Tengo que citar a Rainer María Rilke, una vez más, en este punto: «Señor, enorme fue el verano, deja ya los frutos últimos henchirse, dales dos días más de sur caliente, a plenitud empújales y mete el último dulzor en vino recio. El que está solo siempre habrá de estarlo, paseará, leerá, escribirá cartas y por las avenidas de los parques errará inquieto entre las hojas muertas». Enorme fue el verano. Enorme está siendo el Madrid este último verano, agobiantemente estival, como fue en la Castilla la Vieja de mis recuerdos juveniles. Un sol sin compasión, un calor asfixiante. El agosto nos acogía enérgicamente con su agobiante, incesante sol a primeros de agosto.

No había veraneo en La Dehesilla, no había escapatoria posible. El veraneo era una escapatoria prodigiosa, ocurrente, de un sitio también prodigioso y ocurrente como las feroces eras de Castilla la Vieja. Uno podía, por supuesto, huir del calor, irse a Santander. Pero irse, irnos, no estaba programado nunca en mi casa materna. Uno no se iba. Uno aguantaba lo que fuese a pie enjuto porque podía, inclusive, caernos violentísimo el pedrisco un quince de agosto, descapullar todas las cosechas. Los pedriscos eran nublos repentinos con piedras de hielo helado que retumbaban en los tejados y tejadillos de toda La Dehesilla. No se veraneaba porque se trabajaba ahincadamente en las eras. Agosto era como un entrenador que no pasa por movimiento mal hecho. Pero agosto, este agosto de hoy día, es un ejemplar indisimulado, una copia exacta de los agostos de mi juventud. En julio aún podía uno escaquearse un poco, algún viaje a Santander, algo de playa o bote, salir a maganos alguna tarde nublada, pero en Castilla la Vieja agosto era redondo y sin fisuras como el ser de Parménides: el sol era el sol. Y sin lugar a dudas esta inevitabilidad doctrinal, dogmática del sol, esto era un entreno, un concepto muy puro del trabajo físico que tenía lugar precisamente en un mes prodigiosamente reflexivo. Cuyos elementos eran los áridos (el trigo, la cebada, la avena, el cereal), el evidente terraplanismo mesetario. En La Dehesilla ninguno creíamos en las montañas o en el mar. Era todo llano, tierra llana para siempre. Algo de movilidad y novedad, inclusive algo de dinero, trajo la remolacha azucarera, que se regaba por aspersión donde así podía regarse, y a pelo, con almorrones y azadones, en el resto de las tierras. Remolacha blanca y fea, azucarera, nunca mejor dicho, que se recogía a mediados o fines de noviembre.

En La Dehesilla ninguno creíamos en las montañas o en el mar. Era todo llano, tierra llana para siempre

Aunque hablábamos mucho en casa, aquel era un mundo sin palabras. Pensábamos, supongo, que obras son amores y no buenas razones, aunque no creo que pensáramos ni siquiera eso: lo natural era trabajar y cultivar el campo hirsuto que habíamos heredado, la finca de quinientas hectáreas. Agosto era el mes de las sofocantes eras y de los trillos que arrastraban las mulas y que se aventaban luego para dejar que el viento se llevara la paja y dejara caer inteligiblemente el grano.

Viví una juventud inquebrantable, cara al sol, y ahora vivo una vejez espaciosa, rectangular, con puerta a la frondosa terraza, a la frondosa nadería de mis ocurrencias y a la felicidad de comer macarrones con tomate y queso gratinado. Lo difícil no son las ocurrencias, sino las continuaciones. Y La Dehesilla, a ocho kilómetros de Ampudia de Campos y a treinta de Palencia, era un ensayo de continuación. La gracia del arar y del sembrar y del recoger la cosecha y del trillar en los trillos de la era siempre fue la idea de «continuación de la vida», título, por cierto, de un libro de poemas de Luis Felipe Vivanco. Con toda su exageración y monotonía, no era aquella finca mal sitio para entrenar a un presunto narrador, que es lo que yo acabé siendo: la continuación narrativa es o parece ser tan no-natural, tan artificiada, como el artificio de la gran trilladora de madera, como los arados modernizados que arrastraba el Massey Ferguson.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

eldiariomontanes ¿Está el veraneo sobrevalorado?