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Rubén Galdón
Jueves, 20 de junio 2024, 02:00
Casasola se llama así porque es un pueblo con una sola casa. En su día llegó a ser la sede municipal de Valdeolea, pero cuando ... dejó de serlo, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, los hermanos Rodríguez se hicieron con ella para convertirla en el centro neurálgico de la zona: tienda, casa de comidas, salón de baile... Y eso fue con lo que se encontró mi tía abuela Irene cuando se casó con Mario, uno de los tres hermanos Rodríguez.
Allí estuvo al frente de los fogones durante cuarenta y dos años y solo faltó a su cita diaria con la cocina en dos ocasiones: por la jura de bandera de su hijo Mariuco y para ser la orgullosa madrina en el día de su boda. Una constancia y un compromiso que, lejos de convertirse en una obligación, ella siempre disfrutó con una sonrisa en la boca, satisfecha porque las horas de trabajo servían para agradar a sus comensales. Si estuviste comiendo en Casasola y viste a Irene en acción, sabes de lo que te hablo. Si no, pregunta a alguno de tus familiares más mayores, que seguro que fueron felices en Casasola.
Debemos reivindicar la figura de las guisanderas que como ella se afanaban por conservar y cocinar con sabiduría las recetas y elaboraciones que, muchas de ellas, corren el riesgo de caer en el olvido. Es parte de nuestra responsabilidad acudir a estos templos culinarios en los que se mima el producto con elaboraciones heredadas de madres a hijas durante generaciones. Y sí, hablo en femenino porque son ellas las guardianas de nuestra memoria gastronómica.
Parte de los primeros recuerdos de mi infancia están acompañados de olores y sabores: Irene aprovechando todas las partes del cerdo después de la matanza, haciendo morcillas, secando chorizos, preparando las jijas. Imágenes que siempre tendré en el paladar. Una vez que se jubiló, su sobrina María José consiguió conservar esa tradición culinaria en un gesto que quienes disfrutamos de la cocina de antaño, de la baja gastronomía, siempre apreciaremos. Irene también se lo agradeció porque a pesar de estar a unas cuantas decenas de kilómetros de distancia, siempre tuvo su cabeza en la cocina de Casasola. No tengo dudas de que era su lugar feliz.
Pero Casasola se ha quedado huérfana. La que fue su alma durante más de cuatro décadas ya no está entre nosotros. Escribo estas líneas para que el recuerdo de Irene no caiga en el olvido. Entre quienes la queríamos mucho por vinculación familiar eso no va a suceder nunca, siempre estará en nuestra memoria con su sonrisa perenne. Pero entre quienes os sentasteis a su mesa en algún momento, quizás este texto sirva para que viajéis unos años en el tiempo y recordéis su presencia en Casasola, su maestría en los fogones y, con un poco de suerte, rescatéis de vuestros recuerdos ese trozo de morcilla que un día comisteis allí y que permanece en vuestra memoria.
Rubén Galdón es sobrino nieto de Irene Izquierdo y periodista
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