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Recuerdo la primera vez que vi a Revilla en persona. Se celebraba la festividad de Santiago Apóstol, patrón de Salceda, la aldea purriega que le ... vio crecer. Para mí, que ese verano tendría nueve o diez años, Revilla era poco más que el señor de bigote que aparecía en el anverso de las cajas de cerillas del PRC, un artículo de propaganda electoral que no sería admitido, en base a cualquier memez, en estos tiempos de pieles finas.
Siempre he querido saber si Revilla llegaría a encender alguno de sus puros utilizando aquellos legendarios fósforos, toda una experiencia religiosa para él, seguramente. Pero el expresidente, que nunca ha tenido un pelo de tonto, es mucho más que la suma de cuatro excentricidades. Su destreza a la hora de emplear la exageración y el efectismo está fuera de duda, y rara vez lo ha hecho sin ton ni son. Parece que fue ayer cuando arrasó por vez primera en un 'prime time' televisivo, al irrumpir, sin comerlo ni beberlo, en 'Crónicas marcianas', donde relató sus profanas aventuras en la boda real.
Eran también los tiempos del «Cantabria me pone», otro single que irá directo al 'setlist' de su 'Greatest hits' definitivo. Sin embargo, pese a las apariencias, Revilla le da mil vueltas a muchos de los que se han reído de él a lo largo de estos años de popularidad, pues pocas personas pueden afirmar que han cofundado un partido político, dirigido una sucursal bancaria, dado clase en la universidad y presidido una comunidad autónoma. No obstante, para alguien tan poliédrico, apasionado e inquieto como Revilla, que también fue delegado sindical, y es sargento en la reserva, abuelo y escritor de éxito, la rigidez formal de la vida es más llevadera con el disfraz de 'Revilluca' puesto. Y de esa guisa, con la 'R' estampada en el pecho, las mallas y la capa roja, es como su alter ego lleva años tanteando a millones de españoles, no sin antes guardar, para ocasiones puntuales, el traje y la corbata en la cabina telefónica.
Así es como Revilla ha colmado esa necesidad natural suya de vivir al máximo, sin autocensuras, jugando al límite, blandiendo un histrionismo divertido que recientemente le ha jugado alguna mala pasada, pero que no mancha las muchas cosas buenas que el ser humano alberga. Desde luego, catalogarle de populista, y ya, es la simplificación más desacertada que puede aplicársele a un tipo tan genuino.
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