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Guillermo Balbona
Jueves, 13 de octubre 2016, 17:21
La matemática de los jardines, la geometría del amor, la obsesión por el perfeccionismo. Este Greenaway primerizo y funambulista de lo formal, exprime hasta el paroxismo una inquietante, hermosa, a ratos desconcertante sonoridad simétrica de intriga barroca. El contrato del dibujante es un policíaco de época, entre lo sublime y lo grotesco, donde arte, belleza, pasiones y laberintos entrecruzan sus armas y se citan en un alarde de paisajismo y de estudio formal. El controvertido cineasta, tan amado como odiado, preferido por unos por su singularidad y rechazado por otros, que ven en sus filmes petulancia, arrogancia y pedantería, a modo de disfraz de la vacuidad de sus planteamientos, sigue fiel a sus principios, se presenta como un creador multidisciplinar de mirada renacentista y continúa alternando los grandes filmes como La ronda de noche y los proyectos intransferibles hasta llegar a su Eisenstein en Guanajuato.
Lo cierto es que esta historia de Mr. Neville, el dibujante al que le encargan doce/trece obras entre la caligrafía depurada y la matemática del paisaje, de ambientación barroca inglesa y con música de Michael Nyman, es uno de sus trabajos más sutiles. Para dejarse llevar, este contrato de vida y forma, nunca deja indiferente. Desde la extrañeza unas veces, desde un rigor formal otras, su filme contiene el suficiente material para el asombro como para invitar a recorrer una estancia ajardinada de enigmas, ecuaciones y pasiones tan pronto excéntricas como quizás esnobistas, siempre con cierto sello de calidad, elitismo y sin abandonar nunca el factor sorpresa. El director de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante sitúa su relato en el verano de 1694. En realidad tras la obsesión por dibujar la verdad a través de un atril cuadriculado, el encuadre perfecto, la simetría, las luces y sombras, se halla un juego entre realidad y deseo, entre el modelo vital y la mirada personal, todo ello entre referentes cultistas, Caravaggio y los paisajistas ingleses, y un mosaico de intrigas, indicios y pistas con un asesinato al fondo.
En El contrato del dibujante nace la fama asociada a Greenaway de abordar sus creaciones a partir de códigos, de mezclar disciplinas y de construir complejidades que muchos elogian y que otros critican por una supuesta capa de pretenciosidad. El ornamento, la orografía visual, el story board planificado hasta el mínimo detalle, el barroquismo más radical y el humor ácido, más negro que británico, envuelven a los personajes a través de una maravillosa fotografía paisajsta y pictórica. Un filme que avanza sin que tiemble o se debilite en lo formal a base de golpes de efecto o más bien de engranajes enredados en una especie de maquinaria deformante entre sutiles y despiadados diálogos, entre lo sórdido y lo críptico. La trama se enreda sobre sí misma y los personajes, entre el cinismo y las ideas y situaciones solapadas, es un inquietante desafío a la claridad. Perspectivas, meras ilustraciones, imágenes simbólicas, como el hombre-estatua que aparece a lo largo de la película, entre elementos tan pronto retorcidos como abiertamente escatológicos y vulgares. Aristócratas y dibujante juegan entre la seducción, la sexualidad y el decorado a la afectación, la sorpresa y lo barroco. La película estrenada al inicio de la década los ochenta, mezcla de postura epatante y pose, de imaginación y encanto, supuso de manera callada un despertar en la cartelera.
Uno de los factores singulares de la apuesta de Greenaway es su libertad formal, su huida de la rigurosidad enfermiza para dotar a su juego-trampa de una mirada contemporánea. En realidad su visión y reflexión irónicas sobre la viabilidad del arte no busca lo minucioso. Es una no película de época entre anacronismos, decorados desconcertantes y frialdad. Su fascinación reside en esa paradoja entre gravedad y frivolidad, entre imágenes sutiles y burdas maquinaciones, entre tramas intrigantes y exquisitos jardines. La perspectiva, la de Greenaway y la nuestra, la del canon y la del paso del tiempo vertebra esta pieza de excesos y preciosismos, y la descripción del proceso de creación de los dibujos eleva el ejercicio estético, mientras subyacen polémicas jacobinas, entre agudezas, provocaciones y juegos de perspectivas: De los conflictos de clase al papel decorativo de la mujer y la mentira de la mirada. Una película delicadamente juguetona y superficial disfrazada y habitada por máscaras, trucos conceptuales, la excusa intelectual, el puzzle, el engaño y la fatalidad. La simetría, la estructura dramático-narrativa, la repetición rítmica y lo oculto configuran un rompecabezas con mucho artificio y trampantojo.
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