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Jose Ramón Mancebo y María del Carmen Lorenzo en su última jornada en el quiosco. L. A.
Saga familiar

El Astillero aplaude a los Pola en su adiós

La familia que fundó el primer quiosco en el municipio dejó este martes después de 58 años el negocio, que seguirá abierto en otras manos

Lucía Alcolea

Santander

Miércoles, 1 de octubre 2025, 07:11

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Pola, que en realidad se llamaba Arsenia González pero a la que todo el mundo conocía como Pola, abrió el primer quiosco de El Astillero bajo un castaño en el año 1966 y desde entonces, aquel cubículo de periódicos en venta se adueñó del lugar, de tal manera que hasta la calle perdió el nombre, fuera cual fuera, y pasó a llamarse 'donde Pola'. Y ahora, cincuenta y ocho años más tarde, a pesar de que el quiosco es también bar y se denomina La Planchada, sigue siendo 'donde Pola' y lo será, como decía el título de aquella película, 'de aquí a la eternidad'.

Pero hasta en lo eterno hay finales y en este caso, el adiós lo entonan la sobrina de Pola, María del Carmen Lorenzo, y su marido, Jose Ramón Mancebo, encargados de llevar el negocio familiar durante los últimos treinta y tres años. El matrimonio cogió el legado de Pola en 1992 y tres décadas después ha decidido cerrar esta historia e intentar ser otra cosa diferente de la que han sido siempre: los quiosqueros de Pola, que es parecido a intentar cambiar de identidad.

Marcado como un tatuaje lleva María del Carmen Lorenzo el apellido de Pola –la llaman María Pola– y sus hijos y los hijos de sus hijos. «Estas cosas van así», decía la mujer ayer, en la última jornada con el quiosco abierto bajo su mando –a partir de hoy lo lleva otra familia–. «Ha estado todo esto lleno de aplausos», explicaba, como si la ovación ocupara un espacio. El matrimonio ha hecho todas las cosas que se hacen en la vida dentro del quiosco, lo bueno y lo malo, que a veces ha sido malísimo –«frío hemos pasado tanto que no te puedes ni imaginar», aseguraba Jose–. Tenía ella cuarenta y tantos cuando se puso al mando del quiosco y lo cambiaron de lugar «para agrandar el colegio». Unos metros más abajo en la misma calle. Al cabo de veinte años añadirían el bar, que es una barra modesta con una terraza marrón. Un lugar de reunión. «¿De reunión? –esgrime María– si yo te contara...». Ejemplos le sobran. «El quiosco era el centro del pueblo, donde se dejaban las llaves perdidas, las cartas, mis hijos y sus amigos jugaban al escondite y se subían a los árboles. Desde allí gritaban: Maríaaaa, Joseeee». Y más: «Mi hija trabajaba y yo como tenía que cuidar a los nietos y despachar, los metía en un cajón del pan con una manta que bajaba de casa. Ahí se criaron». Y tan bien. «No rentaba poner calefacción». Las jornadas laborales eran interminables. «A veces por San José abríamos todo el día y toda la noche». De normal, a las seis de la mañana y hasta las ocho y media, o las diez, o las once de la noche si cuadraba. Y sin domingos de guardar. De lunes a lunes y vuelta a empezar. Una semana y otra hasta juntar 33 años. «No nos hemos puesto malos nunca, porque no se podía faltar, no te daban una peseta, enfermar era un artículo de lujo». Tampoco hubo vacaciones. Ni viajes. Y si, si es para tanto. «Veinte años hemos estado sin ir a Maliaño, del quiosco a casa y de casa al quiosco». Jose lo alternaba con su trabajo en una fábrica. Los días eran largos «pero no dolía». Ni les duele al contarlo. «Lo hacías y ya está, tampoco conocíamos otra cosa».

El antiguo quiosco a la izquierda bajo el castaño.

Da el sol entre las rendijas de las nubes del último día de septiembre. María apoya los antebrazos en la mesa y no deja de mirar a izquierda y derecha, quizá esperando que llegue la gente a comprar la prensa, una costumbre adquirida. A su marido le pasa que no puede vivir sin leer el periódico. O sin el periódico a secas, como si fuera un objeto a poseer todos los días, una necesidad perentoria y temprana, como ir al baño o beber agua. «Soy adicto», reconoce. Se van a ir a Tenerife «por segunda vez en nuestra vida». Allí esperan desintoxicarse. María y José lo dejan porque están cansados y quieren vivir, habitar un mundo que «ha cambiado una barbaridad». Un ejemplo: «antes se te caía una chuchería al suelo, la soplabas y te la comías, y ahora las abuelas preguntan qué productos llevan las gominolas cuando vienen con los nietos a comprar».

El cubículo junto a la bolera en sus inicios

Se emocionan con eso de que están donde están «gracias a toda la gente que nos ha apoyado». «Sin ellos, no habríamos podido seguir». Eso y el homenaje que les ha rendido la Corporación municipal. «Vinieron de sorpresa». Jose había preparado algunos pinchos, pero nada rimbombante, para la despedida. «Nos trajeron una placa, un ramo de flores y una escultura de bronce y no veas cómo aplaudía la gente». «Fue precioso, precioso». El viaje que empiezan es «para vivir simplemente, lo que no hemos hecho hasta ahora».

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