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Carlos Palencia Gutiérrez Cortijo está arraigado a Novales, su pueblo, como si fuera él una de esas raíces de los árboles que crecen bajo la tierra y terminan rompiendo el asfalto. Como si fuera él una fuerza de la naturaleza también. El hombre, que habla con la voz como hacia dentro, relata su vida al frente del bar 'El Almacén' que fundaron sus abuelos «hace 150 años» y que acaba de heredar su hijo Iván, la cuarta generación. Así que esto de poder con todo le viene de familia, porque anda que no han pasado cosas en un siglo y medio. Y ahí siguen, el establecimiento y Carlos, que lleva 78 años «entre estas cuatro paredes, trabajando de día y viviendo algo, más bien poco, de noche», como un murciélago.
Con la cabeza apoyada en la mano derecha, un gesto que le aporta cierta ternura, incrusta sus vivencias en un relato que dura 25 minutos y termina las frases siempre de manera parecida: «no había otra cosa», como un punto y seguido. Dice Carlos que cuando él era pequeño y estudiaba en la Escuela Nacional de Novales, Alfoz de Lloredo, «había muchos niños en el pueblo». En la escuela eran como cuarenta «y todos de aquí». Ahora no hay escuela y niños, pocos. Y como ha cambiado esto, ha cambiado todo.
Algunas cosas para bien y otras, «la mayoría» opina Carlos, para mal. Al entrar a clase, levantaban la mano y decían , pero se divertían «con nada». «Hoy –desarrolla– los críos tienen muchísimas cosas y en cambio parece que están ».
Carlos aprendió las tablas de multiplicar viendo a sus padres cobrar los blancos. Con 17 empezó a cobrarlos él y a los veintipocos sus padres se retiraron y eligió seguir con el negocio. A partir de ahí, tan solo veía el sol por las mañanas y su reflejo en la barra. Abría de 10.00 a 23.00 horas, así que «romerías pocas». «Esta vida es así, cuando los demás se divierten tú tienes que trabajar; al final te acostumbras pero me planté en treinta años soltero». Y aún lo estaría unos cuantos más. Hasta los 45. Después se casó con una mujer «veinte años más joven», tuvieron a Iván «y aquí seguimos los tres». Quizá no fueron felices y comieron perdices, pero algo de eso ha habido también. Al margen, lo que ha hecho Carlos es «trabajar». Lo remarca mucho. «He empezado a cerrar los lunes ahora, pero durante cincuenta años no cerré ni un solo día», explica con el dedo índice levantado y frunciendo el ceño.
Antes las paredes del local eran de cal y no de piedra y en vez de tres, había diez mesas, «porque la gente jugaba mucho a las cartas». Los vecinos de la generación de Carlos «siguen viniendo a echar la partida», pero los jóvenes «aparecen un día, revuelven Roma con Santiago y luego desaparecen y no les vuelves a ver». En verano abre una terraza descubierta en la parte de atrás del bar y los turistas toman cervezas espumosas a la sombra de frondosos limoneros. «Ahora está triste, porque de noviembre a junio aquí todo es rutina».
Así que a Carlos le gusta que haya , claro. Sobre todo «porque levantas un poco la cabeza y cada vez somos menos». Menos . «Hace treinta años había una mina que daba empleo y alguna empresa de leche y luego cada familia tenía su ganado, pero se acabó. Los jóvenes han tenido que marcharse». Cuando ya lleva un rato hablando, el hombre se relaja y hace aspavientos con las manos. .
«Hay mucho vicio y poco trabajo y las nuevas generaciones viven de sus padres hasta el final y si no se casan y forman una familia, se va todo a freír espárragos». A Carlos le preocupa lo que ha podido decir cuando ha terminado de decirlo. «Tú ponlo todo correcto», suplica antes de despedirse. Y le da la espalda al bar, que es como un espejo y cada vez que lo mira, ve su reflejo y lo rápido que pasa el tiempo.
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