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Ansola

Las luces de Cayón

Aser Falagán

Santander

Sábado, 7 de agosto 2021, 07:16

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La Abadilla de Cayón es un pueblo, un barrio rural en realidad, pequeño. Mínimo en lo que a población se refiere. Un lugar tranquilo y alejado de todo. Con su puñado de casas, su puñado de paisanos y su puñado de rutinas. Pero de pronto, cuando se comenzó a hablar de extrañas luces, se convirtió en parada y fonda de curiosos y aprendices de investigadores de lo paranormal. Al principio en el valle y después en los medios, lo que llevó a una pequeña marabunta de curiosos a desplazarse allí para ver lo que bautizaron como las luces de Cayón. Para dispararlas, incluso. Y para destruir de paso la calma del pueblo y los sembrados.

Después, con la misma naturalidad y rapidez con que se gestó, el fenómeno de las luces de Cayón decayó, pero quedan la memoria, la hemeroteca y, por supuesto, la curiosidad para recordar aquel suceso entre el mito, la sugestión, lo paranormal y el mainstream local que quedó arrinconado en el álbum de las leyendas sin que nadie supiera explicar qué ocurrió allí. Esas extrañas luces que muchos aseguraban haber visto; esos testimonios entre lo descacharrante y lo sobrecogedor a quien nadie se afanó demasiado por buscar una explicación lógica ni por registrar para el futuro, pero que dejaron rastro en forma de tinta sobre papel.

Se lo cuento. Agonizaban los setenta. Un viejo labriego con vida de cabaña, una pareja de 21 años apurando la noche en el coche, una chica sola en casa con sus padres ausentes, otro chico del pueblo... Todos vieron lo mismo. Les ahorro los nombres por no dar pie a la burla, pero sepan que están recogidos en más de un reportaje de la época. Incluso el de aquella persona que para la foto trató de pasarse un peine que sin embargo se enredaba en su cabello, demasiado enmarañado en su vida cuasi eremita. Todos juraban haber visto cosas parecidas. O se pusieron todos de acuerdo en un ejercicio de ocio, troleo –cuando no existía la palabra– y ganas de llamar la atención o algo vieron en el monte. Todos y cada uno. Todas y cada una. Claro que también como dijeron verlo se dejó de hablar de ello en el mismo barrio de La Paúl que alumbró la historia.

Al grano: el 13 de octubre de 1978 varios testigos aseguran haber visto algo raro hacia las ocho de la tarde, ya de noche en pleno otoño, en la Abadilla de Cayón. Una luz titilante o palpitante, a veces más intensa y otras menos, que se movía, y en cuyo interior se distinguían figuras, al uso de las representaciones clásicas de los extraterrestres. Figuras como encerradas en esa extraña y etérea bombilla errante que rondaba el Monte Sarracín.

La historia se repite, al parecer, durante diferentes días: un agricultor de 64 años, una chica de menos de veinte, una joven pareja que de regreso, cada uno a su casa que habría detenido a hacer sus cosas, otro vecino del pueblo... Muchos dieron su nombre en su momento, pese al recelo por la posibles las burlas que sabían podían llegar, pero al parecer convencidos de que vieron algo. Algunos ese día, otros, en una fecha diferente. Unos por la tarde y otros a medianoche, porque hubo más testimonios identificados. Aunque, eso sí, con testimonios imposibles ya de rastrear o cotejar. Y todos hablando de luces errantes. De uno u otro tipo, pero luces errantes.

Fue muy llamativa la historia de aquella chica que vivía con sus padres en una casa en el Monte Sarracín desde la que se veía todo el valle de la Abadilla de Cayón. Una noche oyó ladrar a los perros y al salir a ver qué ocurría se topó con una luz lejana e intensa que confundió al principio con los focos del coche de sus padres. Pero conforme se aproximaba a ella vio otra cosa que la asustó. Tanto como para arrancar a correr hasta llegar a la casa más cercano; la del labriego de pelo despeinado que también había visto otro día las luces. Casualmente –o no– eran casi vecinos. También su hermano –el de la chica– contó en otra ocasión haber visto algo. Como otros testigos de nombre y filiación diferentes lo hicieron distintos días, entre las siete y cuarto y las doce de la noche como referencia temporal. Hasta cincuenta testigos decía haber contado Vimana, un grupo cántaro investigador de fenómenos extraños. Tal vez se vinieran arriba. O tal vez los hubiera. Lo que no se supo nunca fue qué eran las luces.

También hubo quien habló de una especie de relámpagos, o luces que se movían y desaparecían tras el monte alumbrando o acompañando otras, y siempre proyectando rayos, chispas o pequeñas luminarias. O un enorme globo fulgurante. Al despertar el interés mediático el suceso llevó mucho curioso al valle y algún malestar a los vecinos por aquello de lo que podía decirse y por la invasión de sus tierras. Incluso uno de los investigadores, este local, tuvo que dar la vuelta tras una noche de vigilancia en el Monte Lloreda porque había olvidado la cartera, se topó con una especie de estrella o estela que se movía a escasa distancia del suelo y se escondió tras el monte después de cambiar de color. El fenómeno que se prolongó, al parecer, hasta más allá de la una de la noche. Del susto, la cadena de plata de uno de sus acompañantes se puso negra, aunque eso es perfectamente explicable por el sudor.

Y como comenzó, terminó todo. El interés se fue diluyendo. Nadie dijo nunca más haber visto nada. Los forasteros como llegaron se fueron. Y ya nadie habló más de las luces de Cayón.

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