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Saliendo del puerto para ir a avistar ballenas. R. C.
¡Oh, Canadá! Tadoussac (Quebec) (VI)

¡Por allí sopla!

O de ballenas, capitanas intrépidas y primeras naciones

Jueves, 14 de agosto 2025, 19:05

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«Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación».

Llamadme Rosa. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, empecé a leer 'Moby Dick', pero naufragué en 'Cetología', el capítulo enciclopédico que Melville dedica a las distintas clases de ballenas. Aburrida entre tanto cetáceo, dejé la novela abandonada en alguna parte. Ahora, después de haber ido a avistar ballenas, la retomaré sin duda alguna. Pero comencemos por el principio.

Estamos a tres horas de la costa de Tadoussac, una zona protegida en la que la mezcla entra las aguas dulces y tibias del fiordo Saguenay y las aguas frías del río San Lorenzo crea un ecosistema con una gran proliferación de krill, un bufet libre para cetáceos. «A ver si tenemos suerte y vemos alguna ballena, porque eso sí que no lo asegura nadie», dice Alfonso. «Vamos a pedirle al santo del día que nos eche una mano», prosigue. Vaya. Esa llamada al rezo del guía acaba de convertir el viaje en una excursión de colegio de monjas.

A pesar del calor, me he echado a la mochila la sudadera gorda, por si la brisa marina se convierte en un viento frío. Sin embargo, las alegres comadres mexicanas parece que van de safari a Kenia, porque han aparecido todas vestidas de «animal print». De leopardo, para los no iniciados. Mi gozo en un pozo: creía que iban a venir de marineritas.

La salida de Quebec es un sinfín de marismas y cataratas hasta que, al cabo de un rato, el río San Lorenzo se tranquiliza y se convierte en un mar de lejano horizonte montañoso. Cuando el río desaparece de la vista comienzan las llanuras, esas en las que acampaban los indígenas y ahora acampan los caravanistas, los nuevos nómadas. Alfonso, siempre al quite, coge el micrófono del autobús: «Antes vivían aquí las 'primeras naciones', que se ofenden si les llamas indios, pero en la actualidad viven en las reservas, con sus costumbres y sus cosas. Son pocos los que quieren asimilarse», dice. Pues no será porque el gobierno canadiense no la ha intentado. Y de manera forzosa, además. Porque esta Canadá diversa y multicultural parece haber sido respetuosa con las gentes de todas las razas, menos con las de los habitantes originarios del país.

No solo la construcción del estado canadiense dejó fuera a las primeras naciones de los debates fundacionales, sino que desde la aprobación del Acta India en 1876 hasta finales de los 90 se destruyeron las culturas indígenas para asimilarlas a la cultura eurocanadiense dominante. Principalmente, lo hicieron a través de una red de internados financiados por el gobierno y operados por iglesias cristianas en los que internaban a niños que arrancaban de manos de sus padres. Allí se les obligaba a abandonar su lengua, su cultura y su religión, y muchos sufrieron abusos de todo tipo. El objetivo final era «matar al indio en el niño», y tanto interés pusieron en hacerlo que también acabaron por matar al niño. A muchos niños: en 2019, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación dictaminó que más de 4.000 menores murieron en esos centros, pero algunos expertos elevan la cifra a 6.000.

Cuando descubrí esta parte de la historia negra de Canadá viendo la serie 'Little bird, los niños robados' no daba crédito. Pero estando aquí, en medio de una sociedad tan moderna y tan inclusiva, lo que se conoce como «genocidio cultural» aún me sobrecoge más. Por mucho que se haya intentado reparar el extraordinario daño causado, las consecuencias de aquella política destructiva de asimilación de los pueblos originarios persiste en la actualidad. Y ese «no quieren asimilarse», dicho por Alfonso con bastante desdén, es prueba de ello.

El Hôtel Tadoussac. R. P.

Atravesamos las aguas del fiordo Saguenay en un ferry para llegar hasta Tadoussac, un lugar que, originalmente, fue un punto de encuentro de las primeras naciones. Después, a principios del siglo XVII, se asentaron los franceses, y hoy somos los turistas los que tomamos sus calles. Fotografiamos con bulimia instagramera las casas blancas de tejados rojos, las dunas arenosas, las colinas verdes, las pequeñas playas, las aguas limpias y los bosques de abetos que rodean el Hôtel Tadoussac, epicentro de este pequeño y bellísimo pueblo.

Con más de 150 años de historia, su característica fachada y sus salones amueblados con sofás de cretona son el escenario perfecto para que Jessica Fletcher investigue un asesinato. No descarto del todo que ello suceda: además de tener esa calma desasosegante que precede a la tragedia, Tadoussac se da un aire a Cabot Cove, el pueblo ficticio de 'Se ha escrito un crimen'. Pero, realmente, lo que se rodó allí fue 'Hotel New Hampshire', la adaptación que hizo Tony Richardson de un libro de John Irving y que protagonizaron unos insultantemente jóvenes Rob Lowe y Jodie Foster. Con razón me sonaba.

Al embarcar, dejamos a Tadoussac empequeñeciéndose en la popa mientras nos vamos abriendo paso por las aguas de la bahía. La guía del barco, tras hablarnos de las distintas especies de cetáceos, se cura en salud diciendo que es posible que no veamos ninguno. Yo no pierdo la esperanza, porque ya he sido testigo de un milagro: las alegres comadres mexicanas se han desleopardado para presentarse vestidas de rayas azules y blancas. La más bajitas de todas, que siempre parece llevar la voz cantante, va de capitana de los pies a la gorra. Pero hay algo que me inquieta, me atormenta y me perturba: ¿dónde y cuándo se han cambiado estas tías?

Asombrada ante tamaña maravilla de estilismo, casi me pierdo el primer avistamiento. «¡Belugas a estribor!», grita la guía. El pasaje se revoluciona y se agolpa sobre la barandilla. Apenas se perciben unos bultos blancos a lo lejos, pero ya podemos decir que algo hemos visto. Más animados, seguimos esperando a nuestra Moby Dick: la ballena azul. Es el premio gordo, el animal más grande del planeta, seguido del rorcual. Bueno, también nos conformaríamos con avistar alguno de ellos.

El viento sopla cada vez más fuerte, el cielo se oscurece y comienza a llover. Mi santo me dice que entremos a por un café y así nos refugiamos un rato, pero no quiero abandonar la cubierta: con la suerte que me caracteriza, sé que la ballena saldrá a flote en ese preciso momento. Impertérrita, sigo mirando el horizonte y aguantando tanto las inclemencias del tiempo como las ganas de café (y de ir al baño, todo sea dicho), hasta que un rayo cae sobre el agua provocando un ruido explosivo. En ese momento, la travesía deja de parecerme una buena idea. No creo que pierda una pierna como el capitán Ahab, pero la perspectiva de naufragar a causa de una tormenta no se me antoja demasiado apetecible.

Tras más de dos horas de navegación y lluvia, empezamos a desmoralizarnos. Tenemos frío, y los chubasqueros no han impedido que nos calemos hasta los huesos. Al fin, y cuando estamos a punto de dar la vuelta para regresar a puerto, la guía exclama «¡Rorcuales a babor!». Sí, ahí están, disparando su chorro al aire, mostrándonos su joroba antes de sumergirse de nuevo para reaparecer a los pocos minutos. No he gritado «¡por allí sopla!» porque la emoción de ver a un animal tan impresionante, tan poco común, me ha cerrado la garganta. Soy extrañamente feliz.

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