Lunes, 28 de Noviembre 2016
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Hay pocas actividades más reconfortantes en una cocina familiar que amasar y hornear tu propio pan. No es solo el aroma que inunda la casa ni el intenso sabor de la hogaza recién cocida en comparación con las inertes barras que se comen a diario, sino también el rito de elaborar con tus propias manos el más simbólico de los alimentos para un occidental. Quien es capaz de hacer su propio pan puede hacer cualquier cosa por su familia. Desde que la cocina se ha convertido en eso que llaman actividad mainstream, es pasto de las modas y de los extremismos. (¿Quién se acuerda ya de los cupcakes?). El mundo del pan lleva unos años en el candelero, solo que en este caso con polarización entre los panarras', entusiastas de las fermentaciones, las harinas ecológicas y el disfrute casero, y los gurús del movimiento antigluten que vienen del país de los Donald (pato y Trump). Los segundos, comandados por fabricantes de best sellers pseudocientíficos como Barriga Triguera o Cerebros de Pan, preconizan con éxito el fin del Homo sapiens por desayunar tostadas con aceite de oliva. Afirman que el bocata causa artritis y hace crecer los pechos en los hombres y, mientras, se enriquecen vendiendo recetas mágicas para la salvación del cuerpo. El gluten como demonio. Se dice que en estas sociedades posmodernas y neopopulistas hay que manifestarse para no ser parte de esa mayoría gelatinosa y manipulable, así que voy a tomar partido. Me declaro cómplice de los que aman la masa de harina fermentada, el vino y todos los nobles productos que las levaduras nos ofrecen. ¡Cuánto hacen por la vida dichosa esos pequeños microorganismos eucariotas!
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