«Estar con gente sencilla carga las pilas»
«Ya les he tomado el pulso a los cántabros. Son gentes recias, bravas, que batallan para preservar lo suyo», dice monseñor| Vicente Jiménez Zamora se encuentra en plena 'peregrinación' por las 72 parroquias de Liébana
Nieves Bolado
Domingo, 13 de mayo 2012, 14:54
El día ha comenzado como siempre, al alba para Vicente Jiménez Zamora, obispo de Santander y Mena. Quizás un poco antes de lo normal, ya que le espera una larga jornada visitando siete parroquias de Liébana. A las seis de la mañana ha sonado su despertador. Como siempre, lo primero, el aseo y después la oración en la capilla de su casa. «He desayunado fuerte: una tortilla, unas pastas y un buen tazón de café», explica.
Compartiendo una jornada entera con él, se descubre a una persona cercana, afable con los niños y con los mayores, que busca el contacto personal. «Estar con la gente sencilla me carga las pilas». Besa a las 'damas', como le gusta llamar a las mujeres, y da un castellano apretón de manos a los hombres. No apea la sonrisa. Le gusta sonreír. Para todos, uno por uno, tiene un «que Dios os bendiga».
La jornada de trabajo se inicia a las diez de la mañana en la aldea de Los Cos. Llega sin séquito, en un coche utilitario, acompañado por el arcipreste de la Santa Cruz, Elías Hoyal, y el padre José Ignacio, franciscano de Santo Toribio. Subido en su moto escuter sigue la visita pastoral don Benito Velarde, sacerdote jubilado, Vecero Mayor de Liébana, que con 86 años cumple la que cree que es su obligación, «acompañar al señor obispo». Tienes manos rudas, como las de quien tiene que trabajar el campo. El obispo le trata con especial cariño, «es que es el patriarca espiritual de Liébana. El guardián de la Santuca», explica.
Cuando el coche corona la empinada carretera hasta la aldea, siete vecinos esperan a su pastor, entre ellos Concepción Rodríguez, de 92 años, y la pequeña Daniela, de sólo unos meses. «¿Ves, el pasado y el futuro se unen en este lugar», reflexiona, «y la belleza del paisaje que desde aquí vemos, nos lleva a Dios. Aquí hay mucha belleza». Los paisanos le conducen hasta la pequeña ermita, de 1891, que es su parroquia. Poco más de 30 metros de superficie. Más humildad no es posible. Dos palmatorias hacen las veces de hachones y una mesa de poco más de un metro, de altar. Un viejo flexo ilumina la escena. Los bendice uno a uno con el hisopo y reza por sus muertos.
Once de la mañana. Piasca. La iglesia de Santa María Real le impacta después de tanta sencillez. Una docena de vecinos -prácticamente todo el censo en invierno- le espera en una recoleta plaza. Su homilía está enteramente mechada de referencias a Dios y a la Virgen relacionándolos con el arte que le rodea. «El arte y la belleza nos elevan hasta Dios». «Elidia es quien se ocupa de cuidar la parroquia», le explica su vecina Avelina, de 73 años. Ambas dicen al unísono que «estamos encantadas de que el señor obispo venga a vernos». Él les muestra con orgullo 'su' reliquia: una cruz pectoral que le regaló el Beato Juan Pablo II. Los vecinos le cuentan anécdotas, como la que relata Cándido: «Yo he visto subir a un obispo a caballo por estos pueblos». «Pues yo no lo haría mal tampoco porque sé montar, ya que en casa de mis padres había caballos», le contesta don Vicente.
Son ya las doce de la mañana y el sol, con 30 grados, cae a plomo sobre Cabezón de Liébana, cuando el obispo llega en su visita pastoral. Reza por el perdón de los pecados. «El primer pecador de la comunidad es este pobre obispo». La iglesia resplandece de puro limpia. «Gracias, porque sé que lo habéis hecho por mí». Se despide besando, estrechando a los mayores, y bendiciendo a la docena de personas que han llegado a su encuentro, especialmente a Jesús y Teresa Abad, quienes cuidan del templo.
En esta visita estrena un báculo de madera, más sencillo aún del que utiliza habitualmente, que le ha confeccionado un obispo misionero. Llega la hora de la comida. Comparte el almuerzo con los padres franciscanos de Santo Toribio de Liébana: verduras, trucha, postre y vino blanco... «me gusta la comida sencilla» y una copita de orujo, «porque no se debe despreciar en esta tierra».
Explica que le gusta la cocina bien elaborada, «como la que hacía mi madre». Cuando habla de ella se expande más su sonrisa, «yo soy de un pueblo, de Agreda (Soria), y allí se cultiva la borraja roja. Mi madre la cocía en el puchero y luego majaba nueces y almendras y hacía una sopa riquísima, como sólo puede hacerla una madre».
Es un momento de relax y habla de su tierra, a donde vuelve cada verano para reunirse con su familia, con sus dos hermanos y los amigos. Confiesa, no obstante, que ya le ha «tomado el pulso» a los cántabros. «Son gentes recias, bravas, muy amantes de sus tradiciones, de preservar su historia, y con un fuerte sentido batallador para preservar lo que es suyo».
«Vengo a visitaros en el nombre del Señor y como sucesor de los Apóstoles para conocer vuestros pueblos y a las gentes que vivís en esta querida tierra de Liébana». Son las cuatro de la tarde y una docena de vecinos le escuchan en el atrio de la iglesia parroquial de Torices, un pueblo de 27 habitantes, donde hace un responso por los fieles difuntos. «Siempre que el cementerio está junto a la iglesia me gusta visitarlo y rezar, porque allí están quienes nos precedieron en la fe, durmiendo, esperando la resurrección».
La jornada va avanzando lentamente hacia su final. A las cinco de la tarde le aguardan los feligreses de Frama en su parroquia de la Virgen de los Caballeros, adornada hasta arriba con flores, «y los manteles inmaculados. Gracias por tener así de cuidada la iglesia», les dice. Acude a visitar a una vecina enferma, Virginia Suárez, que le recibe en la cocina rodeada de toda su familia, y al verle, le cambia la expresión y le besa el crucifijo. «La mujer pierde un poco la cabeza», comenta don Vicente, «pero es una bendición ver su fe y cómo la cuidan los suyos. Me siento yo más reconfortado que ella».
Armaño es la penúltima parada del Arciprestazgo de la Santa Cruz. Una iglesia sencilla por fuera, y recoleta por dentro, dedicada a San Juan Bautista, donde cuenta a los diez vecinos que llega acompañado por periodistas de El Diario Montañés, y da una definición: «Los medios de comunicación social son los púlpitos de la nueva era». Un vecino le dice: «Somos pocos, pero de categoría», afirmación que es acogida con una risotada por el obispo. «Quiero ver las parroquias como son. Si vienes un fin de semana están llenas, pero quiero conocerlas en su vida diaria».
Se acerca el final de la jornada. El agobiante calor da paso a una serena tarde con una misa en la parroquia de Ojedo. Aquí todo es distinto, 'más urbano'. La iglesia es moderna. Dejamos ya el ambiente rural. Don Vicente Jiménez hace resumen de la jornada: «He sido muy bien acogido y esto es motivo de alegría. Dice una oración que el gozo de un obispo es el provecho de su pueblo y creo que la gente valora que el obispo se acerque a ellos. Termino cansado pero feliz».
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