«El consumo lácteo en España ha caído por cultura y por imagen social, no por precio»
Fernando Collantes, catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Oviedo publica un estudio sobre el auge y declive de la leche en España entre 1950 y 2020 y advierte de la necesidad de una nueva cultura alimentaria
En Cantabria en la Mesa hemos dedicado este mes a la leche, un producto emblemático en la identidad de nuestra región y de la dieta española. El ciclo culminará con la novena edición del Foro Agroalimentario de Cantabria, que reunirá a representantes de toda la cadena de valor. Para profundizar en este especial conversamos con Fernando Collantes (Torrelavega, 1976), catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Oviedo, que acaba de publicar «El consumo lácteo en España (1950-2020): auge y caída de la buena alimentación» (Prensas Universitarias de Zaragoza y la Sociedad de Estudios de Historia Agraria, 2025). En su libro repasa cómo la leche pasó de símbolo de progreso a producto en retroceso y qué consecuencias sociales, económicas y culturales tiene esta transformación.
–Su apellido tiene una carga lechera. ¿Cómo llegó usted al estudio de este mundo?
–Es verdad que de pequeño oía eso de «Leche Collantes hace a los niños gigantes». Yo no lo vivía con mucha alegría porque era un niño bajito y en el ambiente escolar de los ochenta no era fácil. Pero lo cierto es que mi interés por la leche nace de otro sitio. Siempre me ha fascinado la paradoja de que, a pesar de vivir en un tiempo en el que todo parece mejorar –nivel de vida, tecnología, poder adquisitivo–, nuestras dietas no siguen ese mismo camino. Más bien dan síntomas de empeorar. Y quise comprender por qué ocurre eso. La leche es, para mí, como la magdalena de Proust: un caso concreto, cargado de memoria y de significados, que permite explicar un cambio mucho más amplio en la historia de la alimentación.
–¿Qué particularidad tiene la historia de la leche en España?
–Tiene una evolución muy peculiar. Hasta finales del siglo XIX la leche apenas formaba parte de la dieta en forma líquida. El desayuno de entonces no incluía leche; se parecía más a un almuerzo. Fue en el siglo XX cuando empezó a ganar protagonismo, y lo hizo de la mano de una transformación general de la dieta española. Después de la Guerra Civil y la posguerra, que fueron un retroceso brutal, hacia 1950 la prioridad ya no era tanto evitar pasar hambre como lograr una dieta más variada. En ese camino la leche, junto con la carne, el pescado o los huevos, se convirtió en un alimento clave. Tanto es así que hacia 1980 o 1990 nuestra dieta se parecía bastante a la que los nutricionistas consideran equilibrada: suficiente en cantidad, diversa en productos de origen animal y vegetal, equilibrada entre alimentos más y menos procesados.
–Sin embargo, en la posguerra incluso Cantabria, siendo una región lechera, sufría déficit.
–Sí, y eso refleja hasta qué punto la situación era mala. La posguerra fue un periodo muy negativo para la alimentación. Volvió el hambre, hubo episodios de hambruna y miles de muertes relacionadas con la desnutrición. La dieta se redujo a lo básico: cereales, patatas, legumbres... Y a menudo ni siquiera alcanzaban las cantidades necesarias para una vida digna. En ese contexto, los consumos complementarios, como la leche o los derivados, quedaron relegados a un segundo plano. Hubo incluso prohibiciones de elaborar queso para destinar toda la leche disponible al consumo directo.
«A pesar de vivir en un tiempo en el que todo parece mejorar, nuestras dietas no siguen ese mismo camino»
–Usted divide la historia reciente de la leche en dos periodos: 1950-1990, de crecimiento, y de 1990 en adelante, de declive. ¿Por qué se produce ese cambio?
–Porque la imagen social de la leche cambia radicalmente. Durante décadas recibió elogios desmedidos: se recomendaba un litro al día, se repetía que los niños debían beber leche como quien bebe agua. Esa exaltación fue excesiva, y cuando la preocupación alimentaria se desplazó de no pasar hambre a no pasarse, la leche salió mal parada. En los 70 y sobre todo en los 80, el temor se centró en las grasas saturadas y el riesgo cardiovascular. La leche, que las contiene de manera natural, perdió atractivo. La industria reaccionó con leches desnatadas y semidesnatadas, pero no convencieron. Y al mismo tiempo surgieron otras cuestiones: la intolerancia a la lactosa, que en España no es masiva pero tampoco despreciable; las dudas sobre su impacto ambiental; y, en definitiva, la sensación de que no era un producto sabroso ni moderno.
–¿Llegó a identificarse con el franquismo, como a veces se sugiere?
–Yo creo que no fue un factor decisivo. Más bien lo determinante fue ese cambio cultural tras la dictadura. Pasamos de una cultura obsesionada con la escasez a otra que empieza a preocuparse por el exceso. Y en esa transición la leche, que había sido presentada como alimento imprescindible, se convirtió en sospechosa.
–¿Podemos decir que fue un problema de marketing?
–Sin duda. El marketing de la leche se apoyó casi en exclusiva en el argumento de la salud. Se trabajó muy poco en destacar el sabor, la gratificación. En cuanto esas alegaciones se debilitaron, quedó un producto percibido como poco atractivo. Piense en la carne: también se habla mal de ella, también se le asocian riesgos, pero gusta. La leche no consiguió defenderse por ahí.
«En los años 80 la industria percibe que el consumo de leche se estanca. La gran apuesta es diversificar»
–En ese escenario aparecen los derivados lácteos.
–Sí, y con mucha fuerza. En los años 80 la industria percibe que el consumo de leche se estanca. Además, España entra en la Comunidad Europea y desaparecen los mercados protegidos de las centrales lecheras. Ante ese doble desafío, la gran apuesta es diversificar: yogures, quesos, helados, postres de todo tipo. Danone lidera el camino con yogures que prometen beneficios intestinales, inmunitarios o contra el colesterol. Otras compañías lanzan leches enriquecidas con calcio u omega 3. Todos esos productos tienen dos rasgos comunes: son más complejos de fabricar, requieren más ingeniería alimentaria y, sobre todo, son más gratificantes al paladar porque suelen incorporar más azúcar. El resultado es que el consumidor abraza lo sofisticado y deja de lado la leche líquida.
–Ese 'boom', sin embargo, no duró para siempre...
–Exacto. La crisis de 2008 marcó un antes y un después. Hasta entonces vivíamos una exuberancia de lanzamientos y campañas publicitarias enormes. Pero cuando llegó la recesión, las familias recortaron y uno de los recortes fáciles fueron los lácteos sofisticados. La exuberancia se apagó, aunque lo que se había creado entre 1990 y 2008 no desapareció del todo. Hoy seguimos consumiendo derivados, pero menos entusiásticamente.
–¿Cómo es hoy la situación?
–Mis cálculos muestran que el consumidor medio español sigue gastando 30 o 40 euros anuales más de lo necesario para cubrir una cesta láctea suficiente desde el punto de vista nutricional, una parecida a la que teníamos en 1990. Esa diferencia, multiplicada por casi 50 millones de habitantes, suma 1.500 millones de euros que van a parar a productos sofisticados que no nos aportan gran cosa. No estamos mejor nutridos y tampoco estamos resolviendo grandes retos sociales o ambientales.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo, la transición ecológica. Siempre se dice que es muy cara, que solo los ricos pueden permitírsela. Pero con esos 1.500 millones podríamos transformar nuestra cesta básica en una cesta ecológica: leche orgánica, quesos de denominación de origen, productos de proximidad. Sería posible con el mismo dinero que hoy dedicamos a lácteos que no mejoran nuestra dieta.
«El resultado es que el consumidor abraza lo sofisticado y deja de lado la leche líquida»
–¿Podemos esperar una recuperación de la leche fresca?
–No, no soy optimista. La leche líquida no volverá a sus cifras pasadas. Sí crece el segmento de las leches enriquecidas, pero eso no compensa la caída general.
–¿Qué salida ve entonces?
–La clave está en la educación alimentaria y en la cultura. No basta con informar al consumidor. Igual que con el tabaco, lo que de verdad cambia las conductas es un cambio cultural. En los 70 fumar era normal, hasta glamuroso; hoy es mal visto. Con la alimentación podemos aspirar a algo parecido: crear valores compartidos que nos lleven a consumir de otro modo. Eso pasa por grupos de consumo local, por regular lo que se ofrece en comedores escolares o máquinas expendedoras, por políticas públicas que pongan en valor lo saludable y lo sostenible.
–¿Y qué papel juega el precio de la leche en todo esto?
–Ninguno. La leche es barata. En comparación con décadas pasadas, cuando la tecnología era rudimentaria, hoy cuesta mucho menos. Su caída no se explica por el precio. Lo que sí es un problema es lo que perciben los ganaderos.
–¿Cuál es la situación de los ganaderos?
–Muy difícil. Cada vez hay menos demanda de leche y la apuesta de la industria por los derivados no les beneficia igual. El coste de la materia prima en un yogur es mínimo en comparación con el precio final. Buena parte de la rentabilidad se la queda la industria y la distribución. El ganadero recibe poco y su margen es escaso.
«La leche es barata. En comparación con décadas pasadas, hoy cuesta mucho menos. Su caída no se explica por el precio. Lo que sí es un problema es lo que perciben los ganaderos»
–¿Habría que regular precios mínimos?
–Podría tener sentido un precio mínimo de emergencia, como red de seguridad en coyunturas muy desfavorables, igual que existe un salario mínimo. Pero no como medida general porque eso fomenta la sobreproducción. En el pasado ya lo vivimos: precios garantizados que incentivaban producir más y más, hasta que hubo que imponer cuotas lácteas. Si se aplicara un precio mínimo tendría que ir acompañado de planes de reducción ordenada del sector.
–¿Reducir el número de ganaderos?
–Sí. Hacen falta menos explotaciones, pero más sostenibles y rentables. Mi abuelo en Iguña tenía diez vacas y, como muchos otros, abastecía a millones de españoles. Hoy las explotaciones son mecanizadas, con razas de alto rendimiento, ordeño automático, piensos mecanizados. El sector está condenado a reducir el número de personas que trabajan en él. Negar esa evidencia no lleva a nada. Lo importante es que el ajuste sea amable, que permita jubilarse con dignidad a quienes lo deseen y asegurar continuidad a los que quieran seguir.
–¿Qué papel deben jugar las administraciones?
–Es fundamental que exista un Ministerio de Consumo que piense en el interés general, no solo en el de los productores. En la legislatura pasada vimos choques entre Consumo y Agricultura, y a mí me parece sano que haya un organismo que defienda la perspectiva del consumidor. Además, todas las administraciones deben contribuir a cultivar una cultura alimentaria diferente, que valore más la sostenibilidad, la proximidad y la salud.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión