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Dos obispos observan en un teléfono móvil una fotografía del Papa Francisco, mientras esperan su llegada al Palacio Arzobispal de Río de Janeiro, durante la visita del Santo Padre a Brasil.

La imagen que casi se comió a las palabras

El periodismo, como oficio, lleva en crisis y vapuleado por una parte de la sociedad desde hace diez años. ¿Por qué? ¿Peligra la palabra en un mundo de imágenes instantáneas?

David Remartínez

Sábado, 28 de enero 2017, 15:31

Empecemos viajando en el tiempo. A finales del siglo XIX, Julio Verne imaginó cómo sería 'La jornada de un periodista norteamericano en el año 2889': «Además de su teléfono, cada reportero tiene ante sí una serie de conmutadores que permite establecer la comunicación con tal o cual línea telefónica. Así, los suscriptores no solo reciben la narración, sino las imágenes de los acontecimientos. Cuando se trata de sucesos ya ocurridos en el momento en el que se cuentan, se transmiten las fases principales, obtenidas mediante la fotografía intensiva».

Verne predijo el mundo conectado por una red mundial de líneas telefónicas y un interminable tráfico de información audiovisual. A grandes rasgos, nuestro mundo virtual de hoy.

Cuando Verne escribió su fábula, en 1898, el periodismo eran palabras sobre papel, muchas palabras apiladas en columnas sin más orden que un Tetris. En esa misma década, algunos periódicos incorporaron las primeras fotografías aprovechando los avances en las cámaras, las imprentas y la invención del flash. Hasta entonces se habían utilizado solo grabados y daguerrotipos.

Una de las primeras revistas de nuestro país, 'La ilustración española y americana', incluía en su número de octubre de 1880 el relato de un incendio acaecido en el centro de Santander donde el fuego consumió la casa del Marqués de Montecastro y otros dos edificios propiedad de Juan Pombo. Un grabado artístico con las llamas nocturnas ocupaba la portada de la publicación.

¿Qué pasaría hoy si de noche ardiesen el café Suizo y la sede del Banco Santander, como sucedió aquel día? Una locura de vídeos, fotos y supuestos datos precipitados en las redes sociales. Un caos de «momentos instantáneos» e inconexos.

Cámaras con patas

Somos todos una cámara y un teléfono con patas, un retransmisor de nuestras vidas y lugares. Somos un emisor y un receptor audiovisual insaciable, que ya no concibe su vida sin el trasiego diario de infinitas imágenes desde que encendemos el móvil hasta que nunca lo apagamos. Un tuit sin foto apenas recibe pinchazos, y lo mismo en Facebook, porque el texto solitario, sin aderezo, no despierta de mano mucho interés. Probablemente Instagram triunfa porque embellece la peor de nuestras fotografías, y las fotos son nuestra absoluta prioridad: ¿cuánto tiempo dedicamos a hacerlas, arreglarlas y enviarlas durante una escapada a Londres o a Lisboa? ¿Y no lo hacemos casi siempre como si fuese una tarea «urgente»?

Esta agitación social ha transformado nuestra forma de comunicarnos en la intimidad y en público, y lógicamente ha condicionado a los medios de comunicación.

Cualquier periódico digital dedica ya buena parte de su trabajo diario a localizar, indagar y recoger esos «momentos instantáneos» que circulan desde un origen incierto, para comprobar si detrás hay realmente una historia verificable y entonces publicarla.

¿Pero se nos ha comido también a los periodistas la urgencia de la imagen?, ¿acaso nos está matando la inmediatez? Quizá corriendo detrás del tiempo perdamos el tiempo necesario para informar con calidad: «'¿Cómo hace usted sus artículos?', le pregunto a un periodista inglés. Los escritores ingleses hacen tres o cuatro artículos mensuales. Así, uno de ellos ha podido permitirse el lujo de contestar: ¿Mis artículos? Yo los hago bastante bien'».

La cita es de Julio Camba, maestro de periodistas, y revela que los problemas básicos de este oficio siempre han sido parecidos (el extracto es de una columna publicada en 1913). Y sin embargo, los diarios digitales atesoramos hoy más público que nunca, cientos de miles de usuarios, millones de páginas vistas. ¿Pero cuántos lectores tenemos que son realmente lectores, cuántos solo comparten noticias por la foto o el titular sin adentrarse en el texto?

«Por cada hombre que busca una conversación con fines intelectuales hay cincuenta que solo están interesados en la conversación como un medio para lograr un placer social». La frase fue escrita por Thomas de Quency en su ensayo sobre la 'Conversación' publicado en 1847. En tiempos de Julio Verne. Más allá de la estimación que realiza el genio inglés, podemos convenir en que el fenómeno perdura.

Basta un vistazo al módulo de las 'Noticias más leídas' en la web de cualquier diario para constatar qué prefiere la mayor parte de la audiencia: sucesos, cotilleos, curiosidades y piezas relacionadas con el entretenimiento. Si además los encabeza un vídeo o fotogalería, el éxito se dispara. Por cada 50 lectores que no aguantan más de 10 segundos dentro de la noticia, quizá haya uno que la termine de leer.

El diario norteamericano 'Quartz', especializado en economía, lo llama "La curva del valle de la muerte": existe un público mayoritario que nunca lee más de 400 palabras, sea cual sea el asunto o su tratamiento, y uno minoritario que aprecia las que superan las 900 cuando el contenido es excelente. Entre 400 y 900, la noticia suele fracasar.

Un poco de historia

Si releemos la crónica del incendio santanderino de 1880, el texto es impecable desde el punto de vista explicativo. Utiliza un estilo plagado de adjetivos, pero resuelve las seis preguntas fundamentales que ha de contener una información: ué, quién, cuándo, dónde, cómo, y por qué o para qué. Sin embargo, no menciona ninguna fuente, de dónde salen sus datos.

El siglo XX estandarizó un modelo de objetividad periodística con la llamada 'pirámide invertida' (los datos más relevantes resumidos en los primeros párrafos), y la verificación de los hechos a través de diversas fuentes para asegurar la imparcialidad.

A la par, la fotografía se sofisticó, adquirió sus propios códigos periodísticos y fue ganando más espacio, completando las predominantes palabras de una forma cada vez más eficaz.

Ni siquiera la irrupción de la radio o la televisión modificaron a grandes rasgos esa manera de funcionar. Los periódicos, hasta la aparición de internet, ofrecían una interpretación diaria del mundo: una colección de hechos, análisis y opiniones ya sucedidos, que abarcaban todo tipo de temas, y que se presentaban ordenados por secciones, dispuestos según una jerarquía, y afinados con las mejores imágenes.

Así transcurrió el siglo XX, una época donde los periódicos se convirtieron en un próspero negocio que vendía su producto muy por debajo del precio de coste gracias a la abundante publicidad. Mantenían incluso un prestigio superior al del resto de medios de comunicación por la profundidad de sus informaciones, y marcaban la agenda social, porque eran influyentes. La mayor parte de sus contenidos estaban relacionados con la política.

Pero el cambio de centuria trajo consigo dos revoluciones.

Por un lado, la tecnológica. Con la generalización de internet, los diarios, inexplicablemente, decidieron volcar simplemente en sus incipientes portales digitales los mismos contenidos de papel por los que todavía cobraban en los kioskos, y ofrecerlos gratis, con unas publicidades paupérrimas que se vendían a precio de saldo y que apenas aportaban ingresos.

Aunque hoy nos parezca delirante, nadie entonces se planteó que el nuevo canal constituiría también un mercado.

Después, al extenderse las redes sociales, los diarios empezaron a elaborar contenidos específicos para el ámbito digital, informaciones breves, armadas sobre una foto o un vídeo, y frívolas en muchos casos, para así responder a los gustos mayoritarios de un público que ya no solo era su público tradicional (el que gastaba un euro al día por 70 u 80 páginas de información rigurosa), sino cualquier público.

Esta banalización, aunque propició un incremento abrumador en el número de «lectores» virtuales, no se tradujo en beneficios, y además socavó el marchamo de respetabilidad que se habían granjeado los diarios durante cien años.

Al no existir un espacio físico como el que proporciona el papel para jerarquizar las informaciones, en las webs aparecían juntos, en una cascada propia del Tetris, los informes de la bolsa, los atentados y las últimas peripecias del infame famosillo de turno.

La competencia, sin embargo, era ahora feroz. Nuevos medios con ambición generalista pero con un tratamiento más superficial de las noticias (más barato, vaya) surgieron por doquier. «Las noticias generadas en el 'Huffington Post' son muy pocas. El sitio no tiene cobertura regular de deportes ni critica literaria, y su sección de espectáculos es una bolsa de basura llena de chismes no confirmados en internet», señalaba Eric Alterman en un artículo publicado en 2008 en la revista 'The New Yorker'.

La reflexión la recogía un libro editado un año más tarde por los periodistas Arcadi Espada y Ernesto Hernández Busto bajo el ominoso título de 'El fin de los periódicos'.

Periodismo ciudadano

Aquel título no era una boutade. En 2009, la recesión había devastado ya la economía estadounidense, dejando a los periódicos tradicionales como uno de los sectores más vapuleados y sin visos de recuperación. Una noche se acostaron como reyes, y al día siguiente amanecieron como esa clase media arruinada por los dictadores del poder financiero mundial.

La publicidad, verdadero sustento de las empresas editoras, desapareció de sopetón y obligó primero a reducir plantillas y después (a una velocidad apabullante), a cerrar cabeceras centenarias, algo inimaginable tan solo una década atrás.

El documental 'Page One: Inside the New York Times', estrenado en 2011, registra los apuros y contradicciones que hubo de afrontar en apenas ocho meses el estandarte de la información mundial: despidió a cien trabajadores de una plantilla de 1.250 y decidió convertir su web en un portal de pago. Decidió, en definitiva, que quienes realmente quisieran ser lectores de todos sus contenidos tuvieran que convertirse en suscriptores; tuvieran que pagar.

'The page one' muestra además la segunda revolución que enfrentaron los periódicos y que también cuestionó su histórica credibilidad. La proliferación de webs y de blogs especializados en asuntos de actualidad se constituyó en una suerte de competencia bautizada como «periodismo ciudadano», cuya pujanza se amplificó con la universalización de las redes sociales gracias a los teléfonos inteligentes.

Esos 'smartphones' que nos han duplicado la vida en un ámbito real y otro virtual sirvieron para que cualquier ciudadano, convertido ya en emisor además de receptor, arramplara contra la supuesta degeneración de los medios de comunicación generalistas, a los que además de sus incoherencias en los contenidos se les recriminaba una supuesta connivencia con los poderes financieros y políticos que habían empobrecido nuestra sociedad.

La sofisticación de Facebook o Twitter, que ya posibilitan retransmisiones en directo a cualquier usuario, más la dictadura de Google, que realmente gobierna la comunicación (y la publicidad) planetaria, han complicado la crisis de los medios generalistas.

Pero la crisis es de negocio, no sustancial. «Un mundo sin mediación periodística no es nada más que la extensión a la comunicación de masas del canon posmoderno: se trata de un mundo donde la comprobación de la veracidad de las noticias tiene una importancia relativa, porque, al fin y al cabo, la verdad y la mentira no dejan de ser categorías culturales, códigos, meros pactos entre poderosos», sostiene Arcadi Espada.

Y así es.

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