El líder que se cree necesario
El mesianismo político puede operar en democracias formales siempre que las instituciones se debiliten lo suficiente y los ciudadanos renuncien a la crítica
Raisiel Damián rodríguez gonzález
Profesor de Humanidades y Teoría Política de la Universidad Francisco de Vitoria
Viernes, 4 de julio 2025, 00:31
Hay veces en que el poder deja de ser una herramienta de organización racional de lo público y se convierte en relato, casi en novela ... de redención. No es un fenómeno nuevo, pero en sociedades cada vez más entregadas al espectáculo, la figura del político como gestor ha ido dejando paso a otra mucho más peligrosa: la del salvador. Algunos líderes superan la creencia de que poseen buenas ideas capaces de servir a la sociedad, y pasan a convencerse —y a convencer a otros— de que sin ellos no hay salvación posible. Justo ahí es donde empieza el verdadero problema. A este fenómeno se le ha llamado, con razón, mesianismo político. Y no es una etiqueta lanzada al azar. Tiene raíces profundas en la filosofía política, la teoría antropológica y la psicología del liderazgo.
El mesianismo aparece cuando el político deja de presentarse como parte de un proyecto institucional compartido y comienza a hablar, de forma más o menos explícita, como quien ha sido elegido por el destino —o por la Historia, o por la voluntad popular, o por el dolor del pueblo— para cumplir una misión que solo él puede llevar a cabo. Es entonces cuando el discurso se vuelve religioso en el peor sentido, con llamadas a la fe, apelaciones al sacrificio y una narrativa redentora que transforma la política en cruzada.
Esta transformación no se queda solo en el plano del relato, implica una mutación en la forma en que el líder se concibe a sí mismo y en cómo la sociedad lo interpreta. Ya no se trata de un representante electo que administra lo público, sino de alguien que ha sido 'llamado' a cumplir una misión. El político se convierte, entonces, en héroe, y el relato político adopta la estructura de una épica. La política, en lugar de ser espacio de deliberación, se convierte en el escenario del viaje del héroe.
Joseph Campbell, en 'El héroe de las mil caras', describe con precisión este tipo de narrativa. Todo héroe comienza con una llamada —vocare, decían los romanos— que lo arranca de su lugar común y lo lanza a una travesía en la que deberá probarse, superar obstáculos, derrotar enemigos y regresar transformado. En ese camino no solo alcanza el éxito, sino que adquiere una dimensión simbólica: su victoria purifica el mundo que lo rodea. El héroe no se limita a resolver conflictos, sino que actúa como redentor. Y, si es necesario, sufre por todos. Se sacrifica, porque solo así —como enseñó René Girard— puede retornar al centro de la comunidad como figura pacificadora: de víctima ayer, a salvador hoy.
El problema aparece cuando el líder político se cree literalmente ese relato. Cuando empieza a actuar como si él fuera el único capaz de sostener el orden frente al caos, como si sus adversarios fueran enemigos del bien común, y como si su salida del poder significara el hundimiento del país. En ese momento, la democracia empieza a ser sustituida por un teatro de adhesiones morales, donde la disensión y la crítica se vuelven traición y blasfemia, los dos mayores pecados contra la fe.
Este fenómeno tiene síntomas reconocibles. El primero es el carisma hipertrofiado, que no es lo mismo que el liderazgo legítimo. Luego viene el egocentrismo disfrazado de vocación, donde el político confunde su historia personal con la historia de la nación. Y, finalmente, la percepción alterada de la realidad, que convierte cualquier crítica en conjura, toda oposición en amenaza y cada dificultad en una nueva estación del vía crucis que él ha decidido recorrer en nombre del pueblo.
En este punto es útil recordar a Simone Weil, cuando advertía que los partidos políticos tienden al totalitarismo no porque lo busquen conscientemente, sino porque terminan anulando toda forma de pensamiento crítico en nombre de una fidelidad superior. Si a eso se le añade el mesianismo de quien lidera el partido, la mezcla puede volverse explosiva. Ya no se trata de discutir ideas, sino de blindar a quien las representa. El espacio de debate se reduce, la oposición molesta y la política se convierte en una red de lealtades emocionales, donde importa más la adhesión que la razón.
Este tipo de mesianismo no necesita de uniformes ni de marchas militares, puede operar perfectamente en democracias formales, siempre que las instituciones se debiliten lo suficiente y los ciudadanos renuncien al ejercicio de su autonomía crítica. El riesgo, como ya advirtieron autores como Claude Lefort, es que la democracia —al dejar vacío el lugar del poder— se vuelve especialmente vulnerable a quienes pretenden ocupar ese lugar no como representantes, sino como ungidos.
En algunos contextos recientes, este patrón se ha hecho especialmente visible. Líderes que deciden quedarse «por el bien del pueblo», incluso cuando el desgaste institucional, ético o político es evidente. Narrativas que apelan al enemigo interno —la derecha, la ultraderecha, los medios, los jueces, o cualquier otra encarnación del mal— como justificación para prolongar el mandato. Escenarios en los que el líder se presenta no como político, sino como símbolo de la resistencia, última barrera frente al colapso.
La antropología nos ofrece un marco para comprender esta lógica. Girard mostró cómo las sociedades tienden a organizarse en torno a mecanismos sacrificiales. Cuando el conflicto se desborda, se busca una víctima que encarne todos los males y que, una vez eliminada o expulsada, restaure simbólicamente el orden. En el mesianismo político ocurre lo contrario: el líder no se ofrece como víctima, sino que se autopercibe como redentor. Ya no se trata de pacificar mediante la expulsión, sino de concentrar en una sola figura toda la esperanza, toda la fe, toda la salvación, y, por supuesto, todo el poder.
Es difícil hacer política democrática cuando el escenario se parece tanto a una religión civil. El peligro no es solo institucional, sino también cultural. Una sociedad que deja de pensar en común para dejarse salvar por uno solo se vuelve infantil, frágil y propensa al abuso. Por eso, más allá del análisis puntual de un caso u otro, conviene estar atentos a los lenguajes, los símbolos y las formas de poder que alimentan esta tentación. Porque el mesianismo político no es solo una patología del líder, es también una renuncia de los ciudadanos a ejercer su libertad adulta.
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