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Nacho González Ucelay
Santander
Domingo, 9 de octubre 2022, 08:00
Su padre zurraba a su madre delante de sus hijos, su novia falleció en un trágico accidente de circulación y su cuerpo está hecho literalmente ... con profundas cicatrices. Como su mente y como su alma. No tiene documentos, ni techo, ni una mesa a la que sentarse. Por no tener no tiene ni dientes. Se los saltaron cuando practicaba boxeo en su país de origen, donde un juez le está esperando por el impago de un ordenador. Lo único que tiene son años, 42, que va coleccionando indolente mientras ve la vida ignorarle tirado en la acera de Calvo Sotelo. Así que tiene mérito que crea firmemente en Dios.
Nacido en Varna, un resort costero en el mar Negro de Bulgaria engalanado con joyas tracias de más de 6.000 años de antigüedad, Ivan Ognyanov llegó a Santander hace nueve o diez años –no lo recuerda con exactitud– con un contrato para trabajar en un taller mecánico de la ciudad. O eso dice él, relator espontáneo de una historia con dobleces, como lo son todas las historias, en la que encajaría otro guion. Por ejemplo, que fueran sus padres, y no aquella oferta laboral, los que convencieran a su hijo para que cambiara de aires por alguna razón que sólo él sabe por qué no quiere contar.
Sea por el motivo que fuere, Ivan decidió abandonar su país, la Bulgaria de Stoichkov, Iordanov, Kostadinov y Balakov, ídolos futbolísticos de su infancia, y la patria de su querida Khatia, un amor de juventud que le dio una hija, Anelia, antes de matarse a los 20 años en un brutal accidente de coche.
«Pasaba por una intersección cuando un camión que la atravesaba con el semáforo cambiando de ámbar a rojo la arrolló». Allí, tirados en el cruce, quedaron el cuerpo inerte de la chica y las ilusiones rotas de su novio, preso de una depresión de caballo de la que nunca ha conseguido descabalgarse.
querido
Atrás dejaba Ivan a sus padres, él un exmarinero y pensionista, ella una mujer maltratada por él, y a su cría, hoy una veinteañera, a los que ha ido a visitar dos veces (la última hace dos años y medio) y con los que habla esporádicamente desde su teléfono móvil, un lujo por el que paga diez euros al mes a cambio de 500 minutos de conversación.
«Ellos saben que estoy en paro y que ando buscando un trabajo, pero no que estoy en la calle, no. Creen que estoy en una habitación», afirma Ivan, que les miente a saber si por no herirles a ellos o por no herirse a sí mismo. Porque esto de la habitación solo fue una verdad al principio, cuando las cosas le iban mal en lugar de irle fatal.
«Al poco tiempo de llegar aquí perdí el trabajo como mecánico», explica ahorrándose los detalles. «Pero luego logré otro empleo». En una pizzería que le viene a la cabeza cada vez que se remanga. «Una máquina me atrapó la camiseta y me abrasó un brazo». Da grima verle el enorme costurón que le quedó del accidente, por el que, dice, lleva seis años batallando en los tribunales para que el propietario le indemnice. Pide 15.000 euros. Uno sobre otro. Más o menos lo que ganaría implorando limosna en la calle durante mil días.
mancillado
Por aquella época se alojaba en el apartamento de una mujer en la calle Camilo Alonso Vega. «Una señora que al principio me ayudó mucho», dice agradecido, «y que al final me trató muy mal», añade despechado el búlgaro, que recuerda perfectamente su nombre y lo que luego le ocurrió. «Se compró otro apartamento en la calle Castilla y allí acogió a otro inmigrante que se la cargó. ¿No se acuerda? Lo publicaron ustedes en su periódico».
Adela, que así se llamaba ella, «me ayudó mucho, muchísimo». Le dio su techo, le dio su comida, le dio su apoyo y le dio dinero para que pudiera ir a Bulgaria. A su regreso, le echó de su vida. Él esgrime sus propias razones y como ella no las puede rebatir, es mejor correr un tupido velo sobre el asunto.
Sin dónde dormir, sin qué comer, sin trabajo y sin documentación, «porque me la robaron a la vuelta de mi último viaje a Bulgaria» y no ha sido capaz de renovarla –él afirma que el proceso es caro, pero no ha formalizado los trámites ni pagándoselos los servicios sociales del Ayuntamiento–, Ivan se vio viviendo en la calle, sin más ajuar que lo puesto, en su noche peor de hace dos años, «o dos y medio».
«Sí, claro que recuerdo esa noche. Apenas pude dormir nada. Ni esa noche ni las siguientes», reconoce el hombre, que aprendió a mendigar mirando a otros hacerlo con descaro o con rubor. «Veía a gente pidiendo y pensé: 'tienes que aprender a hacer eso porque si no aprendes mueres'». Y así, aplastado por la realidad, fue como Iván se plantó en la calle Calvo Sotelo, donde, cada día, comparte su soledad con las sombras de los viandantes que pasan velozmente a su lado haciendo como que no le ven.
«Aquí hay buenas personas que me ayudan dándome alimentos y ropa», dice el hombre, que ha perdido 29 kilos. «Pesaba 91 y ahora peso 62». Pero también las hay malas. «Las noches de los fines de semana son las peores», afirma. «Sí, porque los jóvenes se emborrachan y, cuando pasan, me queman con cigarrillos, me arrojan basura, me tiran agua, me insultan, me dicen cosas...», como si Ivan no tuviera ya suficiente con las humillaciones que tiene que soportar de día. Es indigente, pero no sordo. «Oigo los comentarios de algunas personas cuando pasan. Dicen... 'Mira esta basura' o 'Vaya mierda' o '¡Qué asco!'... Cosas así».
Casi ninguno se refiere a él, o por lo menos directamente, sino al tenderete que el hombre tiene montado en la calle con sus escasas pertenencias: un vetusto cochecito de bebé cargado con ropa y calzado, un jergón descangallado y algunas mantas con las que abrigarse cuando aprieta el frío. Objetos sin ningún valor económico pero lo suficientemente abultados como para impedirle ir cargando con ellos de acá para allá.
«Y si me ausento me roban», relata Ivan, que por esa razón no acude a la Cocina Económica, donde podría comer, ni al centro Princesa Letizia, donde podría dormir y asearse sin que nadie le molestara. «La última vez que dormí en una cama y me di una ducha fue hace un mes» por gentileza de una mujer que le pagó dos noches en un hostal de las Estaciones.
Gestos altruistas como ese, o como los que tiene con él un hombre del que sabe lo justo –«se llama Antonio y debe ser alguien muy importante porque le saluda mucha gente»– y que todos los días se le acerca para darle un par de euros y un rato de buena compañía, solapan otros para olvidar, como su vivencia en Bilbao, donde tres marroquíes le apuñalaron en la pierna izquierda en una violenta discusión. «Casi me matan», dice Ivan, que más que como un hombre se define como un animal. «Me siento como un perro. Bueno, peor, porque aquí un perro vive mejor que yo».
Consciente de que no es vida la que él hace a ras del suelo, el búlgaro, que no mendiga dinero, mendiga un buen trato, está empezando a acusar los demoledores efectos físicos, emocionales y psicológicos de una dramática situación que no se ve capaz de rectificar, ni sin ayuda ni con ayuda, y que le ha llevado a dudar incluso de la existencia de Dios, al que cada día pide fuerzas para continuar su vía crucis sin desplomarse bajo la pesada cruz de la indigencia.
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