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TRIBUNA LIBRE

¿Bálsamo o veneno?

CARLOS ALCORTA

Lunes, 14 de julio 2008, 03:52

Ha cobrado nuevos bríos en los últimos años la figura del poeta como investigador del enigmático proceso de la creación poética, del análisis de la materia que permite una elaboración de la realidad -la palabra, en el caso que nos ocupa- que procura mantener, por una parte, cierta fidelidad a lo real, a lo cotidiano. Y, por otra, la trascendencia del sentido oculto, del enigma que, intrínsecamente, el sujeto atisba desde su peculiar manera de observar el entorno, trascendencia provocada por esa misteriosa ruptura intelectual acaecida en un lugar innominado, poblado o desierto -espacio de la perplejidad, de la transformación, acaso- aunque fronterizo, que se produce al verbalizar la experiencia.

«Los objetos se muestran reinscritos en un nuevo curso de lo real, logrando así que todo objeto deje de ser un objeto de reconocimiento», escribe Alberto Santamaría a propósito de la pintura metafísica; nosotros, sin esfuerzo alguno, podemos trasladar estas palabras al ámbito estrictamente poético y, de esta forma, estar a la expectativa, prevenidos para encajar las sorpresas que nos deparará la abstracción de la realidad y una mirada distinta, más perspicaz, sobre las cosas cuando encuentren su plasmación, gracias a la convención del lenguaje, en la escritura.

Más allá de la construcción de carácter metapoético que han ensayado a lo largo de los siglos, con desigual fortuna, poetas de diferentes, cuando no encontradas, estéticas; más allá incluso de las reflexiones sobre la propia creación poética desarrolladas en el seno del poema (notorio es el caso de Wallace Stevens, sobre todo en su libro 'Notas para una ficción suprema', mencionado por Santamaría), de aproximaciones y merodeos semánticos, de estrategias de hostigamiento lingüísticas, la indagación a la que nos referimos traspasa la mera digresión lírica para adentrarse en los laberintos de las argumentaciones históricas (aunque no por eso dejen de ser, además, especulativas), sociales, estéticas y filosóficas que rivalizan por elaborar esa teoría capaz de esclarecer los entresijos inherentes al acto creativo. Estamos hablando de libros como 'Una poética del límite' de Eduardo García o de 'Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética' del también poeta Álvaro García. Con idéntica disposición podemos adentrarnos en la lectura del reciente ensayo de Alberto Santamaría 'El poema envenenado. (Tentativas sobre estética y poética)', galardonado con el Premio Internacional Amado Alonso de crítica literaria y publicado -no es fruto de la casualidad, sino de un propósito editorial bien definido- al igual que los libros anteriormente mencionados, por la editorial valenciana Pre-Textos, en los que subyace, entre otras cuestiones más «didácticas», un deseo de plantear la reflexión hermenéutica con medidas dosis de ironía, porque lejos de ese consabido e ingrato afán académico y solemne, persiste un común denominador cifrado en lo que podríamos entender como un acercamiento lúdico al significado poético, sin restar (por supuesto) un ápice de rigor al entramado cultural que sustenta dicha reflexión.

Ensayo precedente

No es esta la primera incursión de Santamaría en el campo del ensayo, en 2005 publicó en Ediciones Universidad de Salamanca, lo que se podría considerar, sin temor a equivocarnos, como el anticipo -y también complemento- de la obra que comentamos, 'El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime'.

Lo sublime, principio esencial de este estudio, estará muy presente en las páginas de 'El poema envenenado', porque como apunta el autor "la idea estética de lo sublime es una categoría clásica que exige el conocimiento de una serie de tradiciones retóricas y estéticas, así como artísticas y filosóficas, pero desde su (re)aparición, responde en igual medida a modelos trasversales que impiden su detenimiento en una mirada unívoca".

Como nos recuerda Alberto Santamaría, fue Platón el primero en advertir «el carácter venenoso de la creación poética» y quien rechazó con mayor contundencia las consecuencias relacionadas con tal amenazante práctica, hasta el punto de expulsar a los poetas de la Ciudad. El filósofo los veía como charlatanes de feria, envenenadores de mentes o manipuladores de sueños que subvierten los valores consolidados y suscitan interrogantes ajenos al entendimiento racional (la consideración del poeta como augur o vidente ha cambiado mucho desde entonces.

Actualmente, se induce artificialmente ese abismar el mundo interior hacia fuera gracias a sustancias lisérgicas), que había que desterrar para que no difundieran sus perniciosas enseñanzas en una juventud ávida y maleable.

El mejor antídoto para restaurar la paz espiritual consistía en aferrarse a los postulados de la razón: única tabla de salvación en el mar de lo incomprensible. A partir de esta premisa - en capítulos como 'La violencia del poema', 'Baudelaire y el asco', 'La expresión de la fractura del tiempo' o 'El poema y la revisión de lo sublime'- Santamaría inicia un recorrido demostrativo, respaldado por testimonios teórico-estéticos, que nos conduce desde las iniciales referencias a Longino -verdadera corriente subterránea que fecunda toda la disertación- y su libro 'Sobre lo sublime', hasta Adam Zagajewski y su tratado 'En defensa del fervor', pasando por las experiencias poéticas de autores como Wordsworth, Baudelaire, Stevens o Ashbery, a los que aplica el escalpelo de una filosofía cargada de cultura para extraer los principios que confirmen la tesis propuesta: «El poema necesita el virus de lo real, de su veneno que llega a través del lenguaje (y su sospecha), el pensamiento, de los hechos sociales, y que de vuelta al poema el lenguaje vuelve a mostrar con toda su venenosa potencialidad», porque, como escribe Fernando Castanedo, «puestos a estar envenenados es preferible una sobredosis de fantasía que de historia». La poesía nace de una necesidad interior imperiosa - el envenenamiento- y sólo la superación del lenguaje banalizado de la cotidianeidad que se limita a describir lo visible, puede desbordar la caduca pretensión representativa que una mirada inesperada sobre lo indeterminado, lo difuso, lo inconcreto reclama con premura.

Coartada tangencial

Por otra parte, en pocos autores como en Alberto Santamaría podemos hablar de una convincente estética aplicada a su «esencial» creación poética, y escribo entrecomillado la palabra esencial, porque no tengo muy claro aún si la dedicación al ensayo, en lugar de servir de sólido fundamento y otorgarle sentido a una poesía arriesgada, llena de humor, aparentemente ensamblada de manera fragmentaria, que intenta reconstruir una mirada sujeta al aspecto interrogativo de la realidad, que establece una nueva relación con lo exterior, con lo real, indagando más allá de lo evidente («Creo que todo poema comienza por la mirada, y esa es su poética y en cierto sentido su violencia y, por extensión, su estética», escribe Santamaría), no es una mera coartada para desarrollar de forma tangencial su «envenenada» vocación poética. En poemarios como 'El hombre que salió de la tarta' o en 'Notas de verano sobre ficciones de invierno'.

El aguijón que inocula el virus se incrusta definitivo en la piel. El «yo» reconstruye nuevos paisajes vitales al eludir la literalidad de lo cotidiano mientras se expande por sus intersticios el vitalísimo veneno de la creación. Una creación que reniega de los manoseados preceptos clásicos e intenta, desde el libre albedrío de la imaginación, desde la superación de lo próximo, desde una mirada ajena a prejuicios esterilizantes construir una realidad distinta, heterogénea y combinada como un collage, más acorde con el ser que sufre la fractura vital como algo inherente a su propia existencia

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