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Como un 'wéstern crepuscular', para utilizar un término del mundo cinematográfico, tan afín a José María Conget, puede considerarse su más reciente miscelánea, a la que el autor ha querido darle el aire de una despedida.
Autor José María Congete
Editorial Renacimiento, Sevilla, 2025
Páginas 220
Precio 11,40 euros
José María Conget (Zaragoza, 1948) comenzó publicando novelas y nunca ha dejado de cultivar el género. Es también autor de excelentes libros de relatos, pero ... quizá su voz más personal e inconfundible se da en esas obras aparentemente menores que entremezclan autobiografía, anotaciones viajeras y reflexiones ensayísticas, como las reunidas en 'Pont de l'Alma', 'Una cita con Borges' o 'Cincuenta y tres y Octava', un puñado de páginas que se cuentan entre las más memorables que se han escrito sobre una ciudad, Nueva York, sobre la que tantas se han escrito.
En 'Egocentrismos' nos encontramos al mejor José María Conget, al que sus no escasos, aunque discretos, admiradores esperamos encontrar, y a otro que quizá hubiéramos preferido no encontrar. Dudó mucho, afirma en el prólogo, antes de publicar esta nueva recopilación de piezas dispersas –unas inéditas, otras anticipadas en la prensa–, «por el temor de encarnar a otro abuelo Cebolleta», a uno de esos ancianos, se dediquen o no las letras, que cuentan una y otra vez las mismas batallitas.
Temor vano: Borges contaba una y otra vez las mismas batallitas y nunca nos cansamos de escucharle. Como nunca nos cansamos de escuchar a Conget cuando nos cuenta las mil y una anécdotas de sus encuentros con escritores cuando trabajó en el Instituto Cervantes de Nueva York. Allí fue apuntando en un cuaderno chismes, peripecias y dichos de los más ilustres visitantes; luego lo rompió, según nos dice, para no ceder a la tentación de publicarlo. La que no pudo vencer, para gozo de los lectores, es la tentación de volver una y otra vez a lo que en ese cuaderno se contaba y que quedó guardado para siempre en una memoria que no se siente obligada a la estricta fidelidad.
El mejor Conget, el que ha creado un género propio en la estela de Montaigne, lo encontramos en el penúltimo capítulo, 'De complejos y traiciones', que tiene dos protagonistas, uno Elia Kazan, y otro el propio autor con su educación sentimental en la remota adolescencia provinciana.
Los capítulos directamente autobiográficos, sin dejar de tener interés, incurren a veces un poco enfadosamente en el ajuste de cuentas. Es lo que ocurre con 'Fundador', que podría subtitularse 'La vida en los colegios de jesuitas' y que cuenta con el antecedente ilustre de Ramón Pérez de Ayala, o con 'El que fue a la guerra', sobre un pariente tarambana que amargó su adolescencia.
La literatura de testimonio, la que tiene sobre todo un valor documental, suele siempre ser una literatura menor. José María Conget procura no incurrir en ella: su vida le interesa como pretexto para hablar de otra cosa, sabe distinguir entre hacer literatura con las propias experiencias y contarle sus traumas al psicoanalista. Sabe o sabía. En el 'dietario apócrifo' final (que no tiene nada de apócrifo: debería llamarse más bien 'dietario discontinuo') nos ofrece unas anotaciones sobre ciertas incómodas pejigueras propias de la edad que quizá podría haberse ahorrado.
Como hay lectores para todos los gustos, habrá quienes prefieran esas confidencias. Afortunadamente, no abundan y se entremezclan en el «dietario apócrifo» con otras anotaciones que nos devuelven al mejor Conget: su despedida a Peter Bogdanovich y Sidney Poitier, que murieron el mismo día, o su vuelta –por enésima vez, pero nunca nos cansa--a los días neoyorquinos: «Hace unos cuantos años el Instituto Cervantes de Nueva York, donde yo ejercía de jefe de actividades culturales, se impuso la tarea de compra un edificio digno y espacioso que nos evitara el altísimo alquiler en la octava planta del rascacielos Chanin, entre la Avenida Lexington y la calle 42». Él se propuso dotarlo de una gran biblioteca y ese el pretexto para hablarnos de su propia biblioteca y de las de algunos de sus amigos.
Una sección del libro, como parece propio de un wéstern crepuscular, está dedicada a las necrológicas, que en Conget afortunadamente son algo más que la habitual y plana hagiografía del difunto. Hay una bienhumorada burla de la infantil vanidad de Carlos Edmundo de Ory (vuelve a aparecer en 'Estrategias de Narciso' junto a Nicanor Parra), una semblanza muy personal de Ana María Navales, un agradecimiento especial a Luis Gasca, «el hombre de las mil fichas», que le permitió descubrir que la lectura de tebeos, una vez abandonada la infancia, no era solo «un placer culpable», como tampoco lo es su admiración por John Wayne.
Es posible que Conget no sea del todo preciso en algún dato, que los tres mil libros a los que Gil de Biedma limitara su biblioteca no fueran tres mil, sino trescientos, y que quizá muestre excesiva fobia contra algún escritor como José María Pemán, que fue solo el autor del 'Poema de la bestia y el ángel', pero son detalles que importan poco o nada en este lúcido divagar que trata de no condescender a la queja o a las agoreras profecías sobre el mundo contemporáneo, y que casi siempre lo consigue.
Casi siempre: tras indicar que las salas de cine han constituido para él «una burbuja de felicidad», añade: «Me alegro de que por mi edad no seré testigo de la más que segura desaparición de los cines». Estoy en condiciones de tranquilizarle: ningún indicio hay de que las salas de cine, al igual que los libros en papel (también muy propicios a jeremiadas) vayan a desaparecer ni a medio ni a largo plazo, aunque siempre puede ocurrir que un meteorito caiga sobre la tierra y se hagan polvo a la vez que los espectadores.
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