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j. gómez peña
Martes, 15 de noviembre 2016, 07:25
Escena final de la película 'Mátalos suavemente'. Brad Pitt, un asesino a sueldo, ha quedado en el bar con Richard Jenkins, abogado de la mafia, para cobrar su último trabajo. Jenkins le quiere pagar menos. Tras la barra, en la televisión habla Barack Obama del sueño americano. Pitt reacciona y apunta con el dedo al abogado: «Yo vivo en América. Y en América estás solo. América no es un país, sólo es un negocio, así que paga hijo de...».
Donald Trump y Mike Tyson forman parte de ese negocio. América. Tyson, negro y musulmán, ha apoyado en voz alta la candidatura de Trump a la presidencia de Estados Unidos pese a las ráfagas de descalificaciones racistas e islamófobas escupidas por el candidato. «Donald nos hace falta. Ya hemos probado a Obama. Probemos algo nuevo. Los Estados Unidos deben estar gestionados como una empresa», proclamó en las pantallas el campeón del mundo de los pesos pesados más brutal y salvaje que ha habido. Les une algo más fuerte que el color de la piel o la religión: el negocio.
Trump se hizo aún más rico cuando logró que Tyson peleara en Atlantic City, la ciudad-casino que él dirigía. Apoyó a su mina de oro negro incluso cuando al púgil le acusaron, y condenaron, por violación en 1991. Trump declaró que la chica, Desiré Washington, se metió en la habitación del boxeador y que horas después la vio bailando como si nada. Tyson, que sigue negando aquella violación, se quedó casi solo. Pocos le sostuvieron. Trump, sí. Era su negocio. El magnate quería así preservar la celebración del combate ante Evander Holyfield que él organizaba. Había casi 30 millones de euros en juego. No lo logró. Esa pelea tuvo que esperar cuatro años, hasta que Tyson salió de la cárcel.
Entre rejas siguió con sus adicciones, incluido el sexo. Cien kilos de músculo primitivo, animal. Un imán sexual. Recibía a puñados fotos de chicas, desnudas, con declaraciones de amor. Él las vendía a otros reclusos. En el presidio tenía visitas casi a diario. Hasta dejó embarazada a una funcionaria. Al salir reanudó su vida sobre el cuadrilátero y abrazó a Trump. Nunca olvidará su apoyo.
Hay entre el nuevo presidente y el viejo púgil una amistad irrompible. Aunque, como en casi todas las historias americanas, tuvieron que superar un divorcio. Antes del periodo carcelario de Tyson, en los años ochenta, Trump quiso resucitar la decadente Atlantic City, una ciudad del juego arruinada por el fulgor de Las Vegas, que se había quedado con los dólares de los casinos y el boxeo. El hoy presidente de EE UU tuvo una revelación: cada velada pugilística suponía un aumento del juego en las máquinas tragaperras. Así que apostó por el boxeo para levantar Atlantic City. Y apostó por Tyson, claro, el campeón más joven de los pesados; el pandillero negro de Brooklyn, el barrio neoyorquino del que Trump había intentado echar a todos los inquilinos afroamericanos de los edificios de su propiedad.
Trump era la cima: hijo de empresario, triunfador, multimillonario. Tyson era la cola, lo que sobra. Hijo de un padre al que apenas conoció, un proxeneta paradójicamente obsesionado con la Biblia, y de una madre alcohólica, depresiva y violenta. «Ella nunca me dijo: 'Te quiero'», confesó el púgil. Sólo recibió palizas. Hasta que ya nadie pudo pegarle.
Pese a haber crecido en dos mundos antagónicos, Trump y Tyson cuadraron. Tras los tres años encarcelado, el magnate pudo al fin montar el combate frente a Holyfield. Tyson, que tenía las apuestas a su favor por 20/1, perdió por K.O... Trump, que había apostado un millón de dólares por Holyfield, se forró: 20 millones de dólares más a su bolsillo. Ante todo, América es un negocio. Con Tyson como reclamo, el empresario rubio intentaba mantener a flote Atlantic City. Se hicieron íntimos. La esposa del boxeador, la actriz Robin Givens, era amiga de la mujer de Trump, Ivana. Los cuatro compartían veladas en el yate del millonario, que se convirtió en el asesor financiero del púgil. Ahí chocó con Don King, el mánager de Tyson. El promotor odiaba Atlantic City, la consideraba una apuesta perdida. El futuro estaba en Las Vegas. Así que había que separar a su pupilo del seductor Trump. Usó algo que no falla con Tyson: los celos.
«Nunca le vi tan furioso»
King, a través de dos amigos de infancia de Tyson, difundió un rumor corrosivo: Robin, la esposa del campeón, y Trump eran amantes. Había fotos en las revistas. Los dos en el yate. El chófer de Tyson, Rudy, estaba presente cuando al peso pesado le dijeron que su mujer y su amigo tenían un lío. «En ningún combate le vi tan furioso», contó. Para su desgracia, Robin llegó en ese momento a casa. Tyson la tumbó de un manotazo.
Quedaba por resolver la otra parte del supuesto adulterio: Trump. En uno de los muchos relatos sobre el boxeador que se han escrito, cuentan que se presentó en el despacho del empresario. Escalofría imaginar la escena: entra Tyson, la bestia. Respira fuego. Trump le saluda. Es un amigo. «¿Qué tal Mike?». Tyson, fiero, le suelta: «¿Te acuestas con mi esposa?». Hay que ponerse en la piel de Trump. A tragar saliva. O le convences o mueres. Está frente a una trituradora humana. Y ahí Trump convenció a Tyson, como ha convencido a los electores. Lo negó. Dijo que todo, como dice ahora, eran invenciones de la prensa. Tyson, ya calmado, se sentó en el sofá y se quedó dormido. Victoria de Trump. De alguien capaz de salir así de un cara a cara en el rincón con Tyson se puede esperar todo. Hasta que sea hoy el hombre con más poder del mundo. De América.
Y allí el negocio es lo que cuenta. Pese a su amistad con Trump, Tyson eligió a King para seguir subido a la lona. Se divorció de Robin y se alejó del millonario rubio. Luego vino el asunto de la violación... La cárcel, más drogas, más chicas, las clínicas para salir de sus adicciones... La ruina. Tyson acabó por denunciar a Don King y reclamarle cien millones de dólares. Rebobinó y recordó a Trump, uno de sus escasos apoyos cuando todos le abandonaron. Por eso, un negro musulmán ha respaldado ahora a un candidato racista, al amigo que le usó para levantar sus negocios inmobiliarios en Atlantic City, al colega que apostó en su contra en aquel combate contra Holyfield. Eso da igual. Eso es negocio. Esto es América. La de Donald Trump.
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