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Era invierno del año 1998 y yo empezaba mis prácticas como maestro en el colegio García Quintana de Valladolid. Este colegio era entonces pionero en ... integración de niños con discapacidad, y por eso lo elegí yo; no sé por qué lo escogí, porque yo no tenía ningún contacto con ninguna discapacidad y era de los que miraban para otro lado con el tema: supongo que me pudo la curiosidad. En mi clase, de niños de ocho o nueve años, había diferentes discapacidades, aunque más o menos podían seguir la dinámica del aula. Había una niña en silla de ruedas y el resto se pegaban por poder empujar su silla cuando había que moverse o salir del aula. La maestra tuvo que hacer una tabla para establecer turnos de los ayudantes de silla. Es curioso cómo cambia nuestra mirada, a medida que pasan los años.
En la planta baja había niños con discapacidades más serias. Recuerdo que solía bajar a ver qué se cocía allí, aunque no me hacía mucha gracia. Una vez vi cómo sumergían a un chaval con parálisis cerebral en una especie de bañera, para calmar los espasmos y demás. Yo lo miraba y pensaba que aquella vida no merecía la pena ser vivida. Así de simple.
Veintisiete años más tarde, yo tengo ELA y no puedo moverme, hablar o comer. Y respiro gracias a una máquina. Soy completamente dependiente. Y recuerdo a aquel chico de la bañera. Espero que tenga una buena vida. Y no se compare con nadie. Espero que haya sabido extraer lo bueno de la vida. A su manera. Como hacemos todos. Porque no hay ninguna vida que no merezca la pena ser vivida. Y cada uno encuentra la felicidad donde quiere. O puede. A salvo de las miradas de conmiseración de tipos como mi antiguo yo.
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