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Grupo de esculturas de Ramón Muriedas, con la obra 'Madre e hija tumbadas' en primer término.
El legado secreto de Muriedas

El legado secreto de Muriedas

Descendientes del escultor cántabro catalogan 200 obras que el artista guardaba en su estudio de Madrid, una ingente colección de piezas que encontraron después de su muerte y con las que esperan que se "redescubra" su figura

María de las Cuevas

Viernes, 17 de marzo 2017, 17:48

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Nadie imaginaba lo que el artista cántabro Ramón Muriedas Marroza (Villacarriedo, 1938-Santander, 2014) guardaba en su estudio de Madrid; fue una sorpresa para todos. Solo él entraba en ese taller que desde los años 80 le servía de refugio, absorto en su obra, modelando con sus manos su mundo interior y rodeado de su particular orden caótico.

Tras fallecer el escultor, su único hijo, Ramón Muriedas Senarega, traspasó la puerta de su espacio privado para encontrarse cara a cara con cerca de 200 obras del autor, barros, bronces, algunas de sus piezas más emblemáticas y obra inédita. Esta colección incluye su significativa escultura Madre e hija tumbadas, una edición única que incluye como detalle un coche en bronce modelado al pie de la escultura; también está Paternidad (1982) en bronce; Padre e hijo en sofá (1974) en bronce; o Niño con canotier en barro.

Estantes, altillos, anaqueles, la torneta y mesa de trabajo estaban ocupadas por sus esculturas: «Miraras donde miraras había una cabeza o conjunto de piezas. Algunas obras eran nuevas para mí. Observar como te observaban las figuras producía una emoción inquietante», recuerda su único hijo.

Imaginen todas esas caras mirando hacia la persona que acababa de profanar su espacio privado. Todos esos personajes «con alma», como han descrito muchos críticos de arte. «Sus grupos familiares de niños, madres, padres con perros, están llenos de aliento poético con trasfondo psicológico, de ahí que se sienta una profunda atracción hacia ellas», afirma Álvaro Martínez-Novillo, director del Museo Español de Arte Contemporáneo en los años 80.

'Bodegón imposible'

  • fuen miguel | historiadora

  • Hacía poco más de dos años que Ramón Muriedas, mi tío, al que coloquialmente llamábamos Mones, había cerrado la puerta del estudio en Madrid con la idea de regresar una vez pasada la temporada estival en su tierra natal, Cantabria. Nada hacía imaginar que ya no volvería y que, transcurrido el tiempo, habríamos de pasar allí una buena temporada, acometiendo la labor de reunir y catalogar parte de su obra escultórica.

  • Recuerdo vivamente la primera impresión al entrar en ese espacio que había permanecido cerrado e inalterado desde su partida. Fue como adentrarse en un decorado teatral abandonado, una especie de escenario sin protagonista. La gruesa capa de polvo que cubría todo atestiguaba el paso del tiempo y algunas de sus esculturas, como testigos mudos, parecían mirar hacia la puerta esperando su regreso.

  • Guiados por esta sensación, antes de mover nada, decidimos hacer algunas fotografías. Una de ellas vuelve ahora a mi memoria y se me antoja como un perfecto retrato del artista, es una foto que muestra los variopintos objetos que decoraban su viejo secreter. De algún modo, esta especie de bodegón imposible, resume la forma de ser del escultor. Descubre parte de su peculiar imaginario y, a un tiempo, sus querencias, entre las que destacaban de manera especial la familia, el arte o las antigüedades. Junto con ello, una enorme curiosidad y, por encima de todo, ese mundo de fantasía en el que parecía vivir inmerso.

  • Tendía a situar todo en un mismo plano, lo excelso y lo cotidiano. Por eso, parte de su propia obra podía estar colocada junto a una pelota de golf, tres jarras de loza, un cucharón de madera, una pintura sobre tabla, una flor disecada o pequeños juguetes y muñecos de diferentes calidades. Sobre un Pinocho de madera articulado descansa una fotografía en blanco y negro de los abuelos con una niña de la mano (mi madre); y, en un primer plano, una foto de su único hijo, Ramón. Al margen derecho de la imagen, un rostro femenino se asoma desde una de sus medallas fundidas en bronce. He leído que las figuras de Ramón Muriedas muestran una mirada ensimismada que se pierde en un punto infinito; ahora sé que ella, dirige su mirada hacia la puerta

«Sentí una fuerte energía», revela Ramón en la visita de este periódico al estudio, en Madrid. En aquel taller, parecía que Muriedas iba a entrar por la puerta en cualquier momento. «Todo estaba tal cual lo había dejado mi padre». Su silla de madera color verde chillón con asiento de paja, como recién salida de uno de los cuadros de Van Gogh. Sobre la mesa, su plato, su cuchillo y migas de queso que había picado.

Entre todas las piezas que el artista custodiaba en el estudio, destaca por su originalidad el Grupo de astronautas, un conjunto de esculturas en barro, inéditas, que todavía no han sido editadas en bronce y que hablan del «miedo al porvenir, la destrucción del mundo», según el periodista Fernando Ponce.

Resultó que Muriedas, artista independiente que no se casó con ninguna galería de arte, fue un gran coleccionista de su propia obra. «Mi padre no vendía su escultura a todo el mundo, únicamente a amigos, personas muy allegadas o con las que conectaba de forma especial. O bien, hacía trueques de obras con otros artistas, como con Kiko Argüello, autor de las pinturas murales de la Catedral de la Almudena. Mi padre estaba muy apegado a sus esculturas y le gustaba conservarlas. Solía guardar la pieza de prueba de cada serie que hacía, que además eran muy limitadas, un máximo de nueve copias».

Impacto visual

Sobre la «energía» y el trasfondo psicológico que transmite la obra de Muriedas, también alude Martínez-Novillo, para quien el escultor cántabro era «un clásico de la serena emoción». «Ante las esculturas de Muriedas resulta difícil permanecer indiferente, ya que reflejan una emoción y una armonía espiritual, dotadas de un atractivo humano que borra toda distancia entre ellas y su contemplador».

«En el mundo del arte hay artistas que lanzan nuevas ocurrencias, como diciendo Mirad de lo que soy capaz de hacer, que solo obedece a las modas», opina Martínez-Novillo en un artículo en los años 80. Y esta introducción le sirve para presentar el trabajo de Muriedas como ejemplo de todo lo contrario. «Nos sobrecoge la autenticidad en su dedicación a su propuesta». «La escuela de arte moderno con la que casa Muriedas es lo más puro del arte clásico: la figura humana y su carácter, sin ampulosidades, en un formato medio, procurando siempre dotar a sus figuras de una profunda vitalidad», explica.

Manolo Hugué, Apel les Fenosa o Cristiano Mallo fueron otros escultores de la misma escuela que, como él, desterraron lo enfático y artificioso y se dedicaron a recrear lo más puro del arte clásico.

Brillante trayectoria

En el 1965 el nombre de Ramón Muriedas empezó a despuntar. Con una gran proyección internaional, acudió como representante de España, junto al pintor Antonio López a la Exposición Universal de Nueva York (1965), también expuso en París (1977) y fue académico de Bellas Artes de Brasil (1974) y medalla de oro del Premio Internacional pequeña escultura de Budapest (1975).

Entre otros galardones recibió el primer premio de la Fábrica Nacional para la Moneda y Timbre por sus medallas, que siguen vigentes en el premio anual Plaza Porticada y también fue nombrado Personalidad Cántabra del año en 1976 por el Ateneo de Santander y fue amigo de Eduardo Chillida, Antonio López y José Antonio Torroja con quienes formó el jurado del Concurso de Artes Plásticas del Ilustre Colegio de Ingenieros de Caminos Canales y Puertos durante casi veinte años.

Artista autodidacta y viajero incansable, consiguió la beca meritoria que le llevaron a Roma, donde profundizó en sus estudios de arte.

Su éxito y fama le llevaron a que, en la visita institucional del secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger a España, en un momento en el que las relaciones bilaterales entre ambos países eran delicadas, el Gobierno se decantara como regalo oficial por un conjunto de cabecitas de porcelana de Muriedas.

A pesar del éxito encumbrado, el escultor escogió un «camino solitario», una arriesgada apuesta por mantener su originalidad, y motivo por el que, según su hijo, fue relegado a segundos puestos: «La historia del arte tiene que devolver a mi padre el sitio que debería ocupar, fue uno de los escultores más grandes de su época», sentencia. «Quizás fue su carácter peculiar, vivía en su mundo, lo que le llevó a este olvido».

Hay varios ejemplos que le pesan a la familia, como que el Museo Reina Sofía conserve obra suya en depósito o que el Neptuno niño, patrimonio de Santander, lleve cinco años fuera de su lugar, en el taller municipal de la capital cántabra, sin que se sepa qué hacer con él. Otra de sus piezas, la escultura de Gerardo Diego sentada en un banco en el paseo Reina Victoria, también en Santander, lleva años desprovista de una placa identificativa de su autoría, recuerda su hijo.

En su trayectoria no hay muchas exposiciones, «soy muy perezoso para exponer», reconocía el autor en vida, y eso que los premios de los críticos le animaron: «Me daban seguridad para seguir adelante». «Soy independiente, con todos y con nadie. No quiero atarme a nadie», explicaba.

«El mercado del arte es muy caprichoso, puede encumbrarte y puede olvidarte», interviene la historiadora de arte Fuen Miguel Muriedas, sobrina del escultor. «Estábamos muy unidos y compartíamos largas charlas sobre arte».

Ramón Muriedas hijo y esta sobrina han realizado la catalogación y el inventario de toda su obra. «Queremos que se redescubra su figura, fue un número uno, pero el hecho de que no le llevara ninguna galería, le perjudicó». Y ese objetivo, el de visibilizar todo este trabajo es una labor que se plantean «paso a paso» como una carrera de fondo, no quieren gastar toda su energía de golpe. Y son muchos los motivos que les lleva a hacer este trabajo, como la brillantez de una obra que destaca por ser «atemporal y original, con una técnica que invita no solo a contemplarla sino a querer tocarla. Llevaba el barro a límites insospechados en las manos, los dedos, mechones de pelo finos como estalactitas, lo que suponía una apuesta muy arriesgada y una vocación perfeccionista para repetirlo una y mil veces hasta lograrlo. Esto no lo hacía nadie», destaca la historiadora.

Exposición de su obra

Su familia desea ver una gran exposición retrospectiva, en la que trabajan desde hace tiempo. Les gustaría reunir su obra en el Museo de Arte Moderno de Santander, MAS, cuando finalicen los trabajos de rehabilitación. «No hay mejor sitio que Santander para este cometido, ya que mi padre quería mucho esta ciudad, en la que creció y donde finalmente murió». Además, según adelanta a este periódico, dos de sus obras más significativas se regalarían al museo para que sean contempladas por el público.

Su familia le recuerda como un «romántico y perfeccionista», le envolvía un aura de melancolía. Al tiempo, podía ser «muy divertido e ingenioso, y un poco esnob». Disfrutaba de rodearse de la gente influyente del Madrid de los años 80 y de las fiestas con la farándula y la alta sociedad.

Las esculturas de Ramón Muriedas son inconfundibles. La madre del emigrante (1970) en Gijón, conocida como la Lloca del Rinconín se ha convertido en icono de la ciudad. La figura evoca el dolor de las madres de emigrantes que se echaban a la mar. «Era un perfeccionista y casi ninguna obra suya le satisfacía, pero es falso que hubiera alguna tensión particular con la Lloca , este tema se ha exagerado», asegura su hijo.

Lo que sí es cierto es que hubo tres modelos para este encargo de la ciudad de Gijón y que uno de ellos está en paradero desconocido. «He intentado seguirle la pista pero no hay rastro. Sólo sabemos que la compró un indiano asturiano residente en California. La figura era una mujer con un pañuelito en la cabeza. Sólo tenemos un boceto inicial. No hay más datos del comprador, y es raro porque mi padre dejaba siempre todo por escrito», lamenta Ramón.

La tercera pieza la compró el escritor cántabro Álvaro Pombo, amigo íntimo del artista y compañero de pupitre en el colegio de Los Maristas. Tiene la figura en su casa de Madrid. Pagó por ella un millón doscientas mil pesetas de los años setenta.

La obra de Muriedas destaca por sus texturas y volúmenes, como señala el también escultor cántabro José Cobo Calderón, «unos volúmenes nada exagerados y una textura como escamas, llena de bultitos».

La pátina final del bronce adquiere el color del mar, con tonalidades verdosas que recuerdan a las algas. Sus texturas recuerdan a la rocosidad de los acantilados. «Estaba muy influenciado por la costa de Santander. Creció en Cueto, allí se conocía todos los rincones del litoral, trepaba por todos lados y pasaba horas en su lugar favorito, el Panteón del Inglés». Y es que le encantaba caminar «como un demente», tal y como siempre decía su madre. Una gran luchadora, que se quedó viuda joven y sacó a seis hijos adelante. «Mi padre la admiraba. Su devoción por ella le llevó a esa idealización de la mujer, de la familia y la infancia, una constante en su obra».

Otras referencias

La maternidad, los niños, los hogares, el perro con su amo son constantes en su obra. En ellas reflejaba al hombre de hoy, «abandonado a su suerte», resume Fernando Ponce, experto en arte.

También se le recuerda con un libro entre las manos. Fue lector empederido llegó a describirse como «algo literario» por su marcada influencia de los personajes de la literatura en su obra.

El famoso intelectual Julio Caro Baroja, antropólogo, escribió artículos sobre Muriedas: «Sus éxitos le suceden, a pesar de ello no renuncia a sus ideales de intimidad, no cae en la fácil tentación del efectismo al que sucumben los más de los artistas a los que les sonríe la fortuna.

Caro Baroja le animaba entonces a «no tener miedo a la soledad que ha escogido, que no es fácil», insistiendo en esa idea de que Muriedas no se plegó al dictamen de las modas del mercado del arte.

Esta independencia, esta libertad creativa y ese «carácter peculiar», fue lo que freno el despunte inicial de su carrera, según interpreta su hijo: «Picaba de un sitio, de otro, pero no hizo una apuesta en firme. Vendía él mismo su obra, y lo hacía bien, pero no le movía una galería».

Pese a ello tuvo presencia internacional y elogios de la crítica de distintos países. En una exhibición en el Museo de Arte de Huston la prensa resaltaba sus obras: «Un artista independiente, con la libertad como base de sus composiciones. Un arte figurativo con rostros de personas que se plantean su existencia».

Marilyn Monroe y Santa Teresa de Jesús sentadas juntas en un sofá, es una de sus piezas más originales y cómicas. Da qué pensar: las figuras no se miran, no establecen un diálogo, solo comparten asiento. ¿Cómo se le ha ocurrido ese encuentro al autor? Es inocente, cómico...

Para el crítico y coleccionista de arte Diego Bedia Casanuevas, hay un fuerte trasfondo psicológico en su obra: «Ramón Muriedas modela un mundo de reposo y de incomunicación. Sus esculturas son el retrato de soledades incapaces de conectar entre sí, sin ganas de hacerlo, sin confianza alguna entre ellas».

El artista no dejaba nada sin atar, ni siquiera el pedestal donde serían colocadas. «Planta la figura como si tuviera raíces, en el lugar en el que ha sido colocada», dejo escrito Giorgio Segato, crítico de arte y poeta italiano.

Los emplazamientos de sus obras tampoco eran fortuitos, colocaba muy bien las esculturas. De ahí que Gerardo Diego ocupe el banco donde el poeta solía sentarse o que el Niño pez se alzara sobre un peñón en la playa del Camello. «A nadie se le hubiera ocurrido la ensenada de El Camello para colocar una escultura, salvo a él, que le encantaba el mar y escalar esa peña», apunta su hijo.

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