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En la calle Pedro San Martín no cabía un trípode más. Desde las nueve de la mañana, periodistas de todo el país peleaban por un hueco frente a la puerta del juzgado. Las cámaras, inquietas, se giraban cada vez que pasaba un coche. «¿Será este el de Revilla?» se preguntaban en voz alta, como si al decirlo lo fueran a invocar.
La primera en aparecer fue la abogada del rey emérito, Guadalupe Sánchez Baena, acompañada del procurador. Llegaron con tiempo, pero sin palabras. Silencio absoluto. Y la ausencia de Revilla a las nueve y media empezó a extrañar. Él, tan puntual siempre.
A esa hora, desde las ventanas, los vecinos ya estaban al tanto. Los balcones de los edificios colindantes parecían plateas improvisadas. En la calle, una decena de personas esperaba al expresidente como si fuera un amigo al que vienen a arropar.
Y entonces, sorpresa. Revilla apareció caminando por donde no se le esperaba, por detrás del juzgado, junto a su abogado. Saludó, se detuvo y habló. «Tranquilo», dijo. «Decepcionado», añadió.
Mientras tanto, los suyos gritaban: «Estamos contigo, Miguel Ángel», «que devuelva lo que ha robado», «mantente firme». Aplaudieron cuando cruzó la puerta y lo volvieron a hacer cuando salió, quince minutos después.
«Yo no le voto, pero le apoyo», decía Aurelio Carrasco entre coches que pitaban al pasar. Una señora incluso discutió con un defensor del monarca. Fue el único ruido disonante en una mañana en la que, por una vez, casi todos parecían estar de acuerdo.
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