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El célebre Quijote pensante que preside la entrada de El Aprisco.
Quijote de carretera

Quijote de carretera

El Aprisco, una venta manchega inaugurada hace medio siglo al pie de la N-IV, se identifica por la icónica escultura del caballero de la triste figura, ya que no hay viajero que no se haga una foto junto a ella

José Antonio Guerrero

Sábado, 23 de abril 2016, 07:15

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Al borde de lo que entonces era la N-IV se abrió al público hace más de medio siglo El Aprisco, una venta de queso manchego, que hoy es un clásico en ese mapa sentimental de altos en el camino de los conductores que cruzan La Mancha por la Autovía del Sur. Convertido en restaurante, el Aprisco ofrece al viajero una carta de comida casera (las gachas y el queso frito son su especialidad) y una chimenea siempre encendida que, además de iluminar nostalgias, se antoja como la más cálida de las bienvenidas. Su típica arquitectura manchega, el azul añil de sus fachadas, sus portones de madera remachados con hierros de otros siglos otorgan al lugar todo el sabor de una de esas pintorescas ventas del Quijote que tan bien describió Cervantes. Ahí sigue El Aprisco, detenido en el tiempo, al pie del kilómetro 134 de la A-4, y con él se mantiene impertérrito el Quijote pensante, la figura de piedra que recibe a los conductores en el centro del patio. Ese trozo de roca cervantina es seguramente el Quijote de carretera más fotografiado de todos los que pueblan esta España que hoy conmemora los 400 años de la muerte de don Miguel.

El Aprisco se empezó a construir en 1963 en el término municipal de Puerto Lápice, Ciudad Real. En aquellos años, la N-IV era de un solo carril en cada sentido y sin demasiada circulación. Mayormente Seats 600, Dos Caballos, R-8 y algún 1.500 recién salido de fábrica. Todo lo que quedaba al sur de Madrid estaba lejísimos. Despeñaperros, que ahora se atraviesa en un suspiro, era un paso temible, de esos que ponía a prueba cualquier motor. Aquella carretera que discurría por el trozo más árido de lo que entonces era Castilla La Nueva (ahora Castilla-La Mancha) encontraba en El Aprisco un oasis para maridos, mujeres, niños y abuelos que viajaban apretados durante horas y paraban un rato a estirar las piernas. Lo inauguró Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, aunque sin el Quijote de piedra que hoy es el ADN del establecimiento. La figura se colocó poco después. La adquirió Ambrosio, el dueño de El Aprisco y exalcalde de Puerto Lápice, en alguna de las tienducas de antiguallas que solía recorrer rebuscando reliquias para dar a su venta ese sabor a antiguo que cautiva a la clientela. Quien para una vez, suele volver. Hay conductores que llevan haciéndolo decenios. Padres que retrataban a su prole subida a ese Quijote de piedra observan hoy, convertidos ya en abuelos, cómo sus hijos tiran de móvil para fotografiar ahora a sus nietos trepando por las rodillas y los hombros de nuestro hidalgo. Tanta efusividad hacia la escultura se ha llevado por delante un trozo del pie derecho. "Me agarré un cabreo tremendo. Yo creo que fue una gamberrada porque para romper eso hay que romperlo con ganas, pero no podemos tenerlo encerrado en una jaula", dice Juan Manuel, hijo de Ambrosio (que falleció hace ya un cuarto de siglo) y de doña Miguela, su viuda, a la que aún se la puede ver almorzando unas gachas junto a la chimenea.

A lo largo de todos estos años, la pieza nunca ha sido restaurada y sin duda el paso del tiempo ha hecho mella en el pobre Alonso Quijano. Ajeno a las fotos y a los gorros, cigarrillos y vasos de vino que algún bromista le coloca de vez en cuando, el Quijote de El Aprisco mantiene intacta su dignidad, tal vez gracias a esa actitud reflexiva con la que recibe a unos viajeros, al tiempo que despide a otros. "¿Echa una siestita o está pensando?", se pregunta la gente. Si la bacía no se le cae de la mano debe de ser lo primero.

Juan Manuel cuenta que su padre le transmitió su amor por la gran obra de Cervantes. "Cuando se tiene un libro así, se lee y se transmite a los demás. Yo lo he leído, claro pero ¿quién no lo ha leído por estas tierras?", se pregunta este hostelero y agricultor manchego de 60 años, quizá, sin saber, que hay muchos más Quijotes en los hogares españoles que lectores reales de la novela.

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