De mejillón a nécora
'Quien a hierro mata'
El impacto es su ecosistema. Y la truculencia su sabor. 'Quien a hierro mata' es un western mariscada de dos hombres, un 'sin perdón' ... entre mejillones y nécoras que repite y repite su ansia de venganza. Paco Plaza, efectivo y efectista, cambia pero no tanto. Lo hace de género pero no de registro ni de maneras.
En su filme, una narco obsesión llevada al límite, donde prima el estrujamiento de la realidad aun a costa de perder credibilidad, caben varias opciones de guion pero el cineasta de la saga 'Rec' siempre se decanta por la más terrible, la más imposible, la menos sutil. Plaza rueda con brío, cada secuencia está desbordada de tensión visual y la muerte inaugural es un ejemplo de tempo, como en un partitura que discurre de obertura a aria en unos segundos. El problema reside en la insistencia en ese recrearse en la suerte de las situaciones límites, no siempre justificada ni necesaria. Hay bazas infalibles. La más importante: contar con un actor como Luis Tosar que lo aguanta todo. Su mirada y sus mutaciones a medida que crece el dramatismo de las tentaciones, en este duelo entre un viajo narco y un jeje de enfermeros, resulta más contundentes y precisas. El problema es que cuanto más delicada es la médula espinal argumental, más retorcido se vuelve Plaza en la realización. Los flash back son reiterativos, incluso burdos. Y algunos subrayados visuales, asociados al terror más efectista, sobran en un relato de odio y gangrena, de sobredosis de violencia contenida e hipérboles estiradas hasta el truco.
El filme se equilibra en los paisajes de una Galicia conocida y otra interior, feísta, de úlcera y miedo. Paco Plaza, como ya sucediera en 'Verónica', pese a sus trazas de un reportaje de investigación de 'Cuarto milenio', vuelve a caer en el golpe de efecto, en esa insistencia en zarandear por sorpresa al espectador cuando no se sabe muy bien qué hacer con la ficción.
Hay una constante atractiva que pasa por ser la columna vertebral de 'Quien a hierro mata': el paralelismo en el tiempo, hasta su confluencia, entre un nacimiento y una muerte. Ahí Plaza se regodea tanto como se traiciona. Cuando es delicado, el filme adquiere texturas maravillosas sobre el destino. Cuando fuerza los hechos, todo se desmorona por exagerado y rebuscado. En su bandeja la superposición de trayectos al pasado no resulta ni justificada ni transparente. El relámpago de lo dramático en Plaza pocas veces se muestra sutil. En su estilo, en su vocación de cuento negro de jeringuilla y mejillón, el filme resulta intachable. Lástima que ahonde en lo forzado e inoportuno, en decisiones más caricaturescas que azarosas. Entre el accidente y el malentendido, la cinta se mueve entre lo sublime y lo grotesco. Hay más heroína pura que Fariña. Lo sobrenatural, el terreno más cómodo de Plaza, muta aquí en un drama natural cuando se revela reflexivo, y falaz cuando se inocula realidad infectada.
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