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Un patinete con un cable enhiesto, enchufe en ristre; un jabalí de colmillo blanco, sin Obélix cerca; un coche, o lo que queda de él, ... atacado por rayos láser; una locomotora de la Feve que viene a por ti… Son las nuevas señales de tráfico, muy modernas y creativas, pero para las que hará falta un poco de imaginación. O volver a estudiarnos el código, porque ha cambiado todo tanto que ahora uno entra en una rotonda y a poco que despistes no encuentras por dónde salir.
Algunas, claro, no necesitan de mucho cursillo, aunque sí cumplen cierta función reeducativa, como la de zona escolar. En lugar del niño, han puesto en primer lugar a una niña –o bueno, a una persona con coleta y minifalda–, aunque no está claro si es por cuestiones de género o por la cortesía tradicional de ceder el paso.
En cualquier caso, seguramente hacían falta todas esas nuevas señales, porque la realidad cambia y las nuevas prohibiciones significan muchas multas, que le vendrán muy bien a las arcas públicas.
Lo curioso es que el progreso no se detiene: los coches son cada vez más potentes y tienen mejores sistemas de seguridad; las autovías, más abundantes y con mejores trazados; los radares y demás tecnologías son cada vez más precisos, y los conductores, aunque sea a la fuerza, cada vez parecemos más disciplinados, lejos ya de ese salvaje oeste que eran las carreteras españolas hace apenas treinta años.
Sin embargo, las limitaciones no cambian. Llevamos un cuarto ya del siglo XXI, pero seguimos con las mismas señales de mediados del veinte, las de 90 y 120. Y esas sí que no van a cambiar. Deben ser demasiado rentables.
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