Cuando Roma fue más tolerante que nosotros
Herederos como somos de la cultura grecorromana, ¿por qué nos resulta hoy tan difícil respetar la religión ajena?
Mar Marcos
Catedrática de Historia Antigua en la Universidad de Cantabria
Domingo, 17 de agosto 2025, 07:28
En 'Un mundo lleno de dioses', el historiador Keith Hopkins propone un experimento imaginativo: ¿cómo verían dos visitantes contemporáneos el panorama religioso del Imperio romano? ... La escena que describe es vibrante: religiones politeístas en múltiples versiones, judaísmo y cristianismo con sus muchas sectas, maniqueísmo y otros cultos que pintaban un mosaico cultual de enorme diversidad. Con el tiempo, aquella policromía se desvaneció. El cristianismo borró a sus competidores y el Mediterráneo religioso se volvió monocromo.
No es que la Roma antigua fuese un modelo de respeto y derechos humanos. La esclavitud era incuestionable, la violencia cotidiana, las mujeres se casaban siendo niñas y la mortalidad era altísima. Un mundo poco agradable para vivir. Sin embargo, en un aspecto, Roma ofrecía una lección notable: la convivencia entre cultos diversos.
Para los romanos, la religión era un rasgo cultural inseparable de la lengua, las costumbres y el derecho de cada pueblo. Roma supo integrar a comunidades religiosas dispares, que a veces entraban entre ellas en violentos enfrentamientos, sin policía —su ejército servía para conquistar y proteger fronteras, no para vigilar cultos–. Este respeto por la ethnicitas, que incluía dioses y también ritos propios, fue clave para sostener un imperio duradero y evitar rebeliones nacionalistas.
El credo personal era asunto privado; lo importante era que los rituales se cumplieran para asegurar la benevolencia divina hacia el Estado y cuantos más dioses fueran venerados, más opciones de obtener su protección. En raras ocasiones en Roma se prohibió un culto, y solo si contravenía la moral pública. Ni el cristianismo, que era incompatible y ofensivo hacia la religión romana, fue nunca prohibido. La confianza en los dioses «extranjeros» era tal que el banco de Roma residía en el templo de Saturno, una divinidad de origen norteafricano.
La pregunta es inevitable: herederos como somos de la cultura grecorromana, ¿por qué nos resulta hoy tan difícil respetar la religión ajena? Buena parte de la respuesta reside en el triunfo del cristianismo, que con su exclusivismo y ambiciones de universalidad no solo se impuso, sino que dividió el mundo en verdadero y falso, y desde ahí derivó en intolerancia.
Hoy, la discusión sobre la libertad de culto ya no se limita a la esfera privada: se juega en el espacio público. Templos, mezquitas, sinagogas, procesiones, celebraciones en polideportivos… todo ello plantea la misma pregunta que Roma resolvió hace ya siglos: ¿puede una comunidad política acoger manifestaciones religiosas distintas sin que unas desplacen a las otras?
En demasiados lugares, la respuesta sigue siendo incómoda. Las minorías religiosas encuentran trabas para abrir centros de culto; se les niega el uso de espacios comunitarios; se legisla pensando en un credo mayoritario, como si la neutralidad del Estado consistiera en invisibilizar al resto.
Roma, con todas sus sombras, no entendía el espacio común como un botín ideológico. Podían coexistir altares a dioses extranjeros junto a templos locales; podían celebrarse ritos «raros» –a ojos romanos– sin que se considerara una amenaza para el orden. La clave estaba en un pacto tácito: lo público se compartía, y el cumplimiento de ciertos ritos comunes aseguraba la unidad política, sin sofocar la diversidad religiosa.
Defender la libertad de culto, en última instancia, es defender el derecho de todos a ser visibles en el espacio público. Es aceptar que el vecino que reza distinto, o que no reza en absoluto, tiene tanto derecho a celebrar su fe –o su ausencia de fe– como uno mismo. Roma lo entendió hace dos mil años sin declaraciones de derechos ni tratados internacionales, sin haber tenido que inventar siquiera la palabra «tolerancia». Si queremos evitar que nuestro presente se vuelva tan monocromo como aquel final de la Antigüedad, entonces quizá debamos aprender de su pragmatismo: proteger no solo la libertad de creer, sino también la libertad de que otros crean (o no), recen y celebren distinto.
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