Una reliquia inmune al tiempo
El gingko biloba y los chinos son supervivientes natos
Decía Borges que el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos y China -los chinos- conciben esa sustancia de una manera particularmente ... especial. La especial manera que tienen los chinos de concebir, manejar y convivir con el trascurso del tiempo explica, en buena parte, el largoplacismo chino y su legendario tesón. El tesón -y la paciencia, la perseverancia, la persistencia o el empeño- no son sino actitudes que emplean el transcurso del tiempo en su favor y de manera estratégica.
Los chinos están ahí desde tiempo inmemorial. Antes de la batalla de las Termópilas, de que Egipto construyera la pirámide de Guiza y muchísimo antes del nacimiento de Jesucristo, existía ya una cultura que conserva una línea de continuidad con los chinos que hoy habitan el siglo XXI. Los chinos han sobrevivido a todo tipo de avatares, como una inmutable ley de la naturaleza. Ningún pueblo del planeta puede decir otro tanto. Por eso el tiempo, para ellos, es una variable con una consistencia, una elasticidad y una densidad diferente a la nuestra. China es la única civilización de la Antigüedad que aún sobrevive en nuestros días. Un verdadero fósil viviente. De manera parecida, el gingko es el único superviviente de una especie vegetal previa a los dinosaurios y a todos los árboles que hoy pueblan el planeta. Es curioso el paralelismo que esta civilización guarda con el árbol gingko biloba que, además, procede precisamente de China. Hace 2 millones de años el gingko desapareció de la cubierta arbórea del planeta, excepto en China. El gingko y los chinos son supervivientes natos. Tal vez no sea casualidad.
El gingko (YinXing, en chino) biloba se llama así porque sus hojas -de inconfundible silueta en abanico o mariposa- presentan un doble lóbulo. Ninguna planta viva tiene una hoja de estas características y denota la increíble longevidad de este ser vivo, cuyos únicos parientes directos son fósiles. El gingko es el árbol más longevo que existe, con ejemplares que pueden llegar a superar los 1.500 años. Es, además, el único que ha sobrevivido a la última glaciación, hace ya 300 millones de años. Se creyó extinguido -como el resto de los árboles precretácicos- pero botánicos europeos se sorprendieron al descubrir, en el siglo XVI, que aún sobrevivían bosques primigenios en China. Cualquier organismo capaz de sobrevivir muy por encima de la esperanza media de vida de sus congéneres lo ha logrado superando plagas, bacterias, hongos, escasez de luz o nutrientes y todo tipo de desastres naturales, como el fuego o la radiación. Su ADN es, gracias a ello, el triple de largo que el humano, lo cual proporciona al gingko múltiples mecanismos defensivos. Este instinto de conservación también aplica a las civilizaciones. Haber llegado hasta aquí representa el mayor logro de los gingkos. Y de los chinos. Esa capacidad histórica de supervivencia es, también, la mejor garantía de su propia supervivencia futura.
Aunque es conocido el mal olor que generan sus frutos cuando se pudren, la semilla del gingko, rica en nutrientes, minerales y vitaminas, es un ingrediente habitual -hervido o tostado-, en la cocina tradicional china. El extracto de su hoja y su raíz previenen el deterioro mental, el asma y los trastornos circulatorios, con muy pocos efectos secundarios. Las insólitas características antiinflamatorias, antioxidantes, neuro y vasoprotectoras de este árbol confieren al gingko unas propiedades terapeúticas que, empleadas por la medicina oriental desde hace siglos, le han valido apelativos esotéricos y milagrosos. Además, capaz de resistir de manera eficaz el fuego y las altas temperaturas, el gingko se ha considerado tradicionalmente un árbol sagrado que suele plantarse junto a viviendas y templos en China y en Japón, para su protección. No por casualidad los luchadores japoneses de sumo se recogen el pelo en un moño con la forma de la hoja de gingko y los muros rojos que rodean la Ciudad Prohibida de Pekín están flanqueados por este mismo árbol.
No acaba aquí la fortaleza mítica del gingko. En la ciudad japonesa de Hiroshima, se lanzó, por vez primera en la Historia, una bomba nuclear contra la población civil en 1945. El epicentro de la explosión alcanzó una temperatura cuarenta veces superior a la del sol y 140.000 personas murieron asesinadas. Absolutamente todo quedó arrasado en un kilómetro a la redonda del lugar del impacto. ¿Todo? No, al cabo de un año tras la explosión, junto a un templo completamente derruido por la deflagración, comenzó a florecer, de nuevo, un gingko. Símbolo de renacimiento y resiliencia pacífica, a ese gingko se le conoce en Japón como Hibakujumoku el «portador esperanza». El ejemplar en cuestión aún vive.
Al gingko se le conoce también como «el árbol de los 40 escudos», pues fue la desorbitada cantidad que un comerciante holandés pagó por los 5 primeros ejemplares que llegaron a Europa, hace casi 200 años, y que fueron plantados en el Jardín Botánico de Utrech. Allí siguen. Por eso, cada vez que alguien me nombra padrino de su hija o hijo, yo le regalo un gingko. No se me ocurre mejor auspicio para alguien recién llegado al mundo.
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