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La Barrera Juan Fco. Ureta. Muchocastro
La Barrera en el siglo XIX
Imágenes e historias

La Barrera en el siglo XIX

La plaza ofrecía un espacio para el arte, la cultura y el entretenimiento en el pueblo de Castro Urdiales para los habitantes de la época

VÍCTOR MANUEL AGUIRE

Lunes, 22 de enero 2018, 07:31

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En el siglo XIX, Castro Urdiales se convirtió en un destino predilecto para disfrutar de las vacaciones, especialmente entre las burguesías bilbaína y madrileña. Estas familias adineradas, junto a las indianas –gentes con orígenes en la comarca que volvían de América después de haber amasado grandes fortunas como resultado de sus empresas al otro lado del Atlántico– habían, en muchos casos, construido casas y chalets próximos a la costa. La llegada de visitantes con un alto nivel de vida, a la par que las ideas ilustradas del teatro como foco de diversión y cultura popular, motivaron que en 1861 se construyese el Teatro de la Villa en una alameda llamada de La Barrera. El teatro sería reformado y ampliado más adelante, adquiriendo un aspecto con fuerte gusto clásico, dotándose la entrada de columnas y el frontón griego que observamos en la mayoría de las fotografías que, habitualmente, observamos los castreños no sin nostalgia.

La plaza heredaba el nombre de las puertas medievales que se ubicaban precisamente en ese espacio, a la altura de la calle Bilbao actual. La muralla, que permanecía en pie cuando el teatro se construyó –fue derribada entre 1885-1895– recorría todo el perímetro del Castro Urdiales de aquella época, siguiendo la línea que traza la calle La Ronda actual –precisamente la ronda era el paseo que había entre los muros y las casas de las ciudades medievales–. En la foto ya no se ve la muralla, por eso debemos imaginar que se tomó con posterioridad a esas fechas.

«La expansión urbanística no tuvo en cuenta el inmenso valor del patrimonio castreño»

Esta época de esplendor monumental de Castro Urdiales se plasmó sobre el tejido urbano de muchas maneras, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX: grandes obras arquitectónicas como la casa de Isidra del Cerro, el edificio de la Estación, los Chelines, la Plaza de Toros, complejo de Ocharan o el propio teatro; chalets como el de Sotileza, el actual edificio de La Residencia o la casa del general Bazán; compra a talleres franceses de esculturas sobresalientes como la de la Fuente de los Leones o la diosa Diana; parque de Amestoy, rompeolas, cementerio. La presencia en Castro de arquitectos de gran talento favoreció esta etapa dorada: castreños como Leonardo Rucabado y Eladio Laredo, o bilbaínos como Severino de Achúcarro y Ricardo Bastida, entre otros.

Destaca también en la instantánea otro de los tesoros desaparecidos de Castro Urdiales, más desconocido que el teatro de la Villa, pero no por ello menos valioso. En la parte derecha distinguimos la espadaña de un templo, seguramente con origen en el siglo XIV –cuando fue reconstruido o edificado ex novo tras un incendio en la villa– que no es otro que el convento de Santa Clara. La orden franciscana se estableció en Castro Urdiales a mediados o finales del siglo XIII, y su versión femenina, las clarisas, ubicaron su convento en la villa de Abajo, en la zona que actualmente ocupa la Iglesia Nueva o Sagrado Corazón. Son muy extrañas las fotografías en las que puede apreciarse este convento, seguramente abandonado desde las desamortizaciones del siglo XIX, y Santa Clara, como más tarde el propio teatro, desaparecieron como consecuencia de la expansión urbanística, que no tuvo en cuenta el inmenso valor del patrimonio castreño.

Finalmente, merece la pena observar los montes desnudos que quedan a la espalda de estos emblemáticos monumentos. Huertas y prados eran parte del frescor de un paisaje natural e idílico a orillas del mar, que sedujo a las clases pudientes de los siglos XIX y XX, y que hoy en día están repletos de bloques de viviendas hasta el punto de hacer todo ello difícilmente reconocible para un observador actual.

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