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jesús herrán ceballos
Sábado, 5 de noviembre 2016, 07:44
Cada pueblo tiene su tonto, una figura que sirve de medida para comparar al alza la incapacidad intelectual de aquél a quien se menosprecia («eres más tonto que...», se dice). El tonto nacional por antonomasia es Abundio, de quien se cuenta que, entre otras ocurrencias de poco fuste, llevaba uvas de postre a la vendimia. Abundio, cosas de la vida, fue un tonto de éxito cuya fama superó el ámbito local, se extendió como el aceite y estigmatizó su nombre: pocos lo eligen hoy para ponérselo a sus hijos.
Nuestro particular tonto santanderino con popularidad en toda Cantabria es Pichucas el del Muelle, que, efectivamente, vivía en el Muelle, pero se llamaba Juanín. Sabemos por Enrique de Oria, por Rafael Gutiérrez-Colomer y por fotografías de Duomarco que Juanín era persona menuda y de gesto huraño, y llevaba sobre la cabeza una boina amplia, calada, como los catetos, hasta las orejas. Vagabundo de La Machina, dormía según se terciara en los soportales de la estación vieja o en los vagones del tren. No trabajaba, vivía de la caridad de las tripulaciones de los barcos que abarloaban en Santander, y las pescaderas lo defendían de los bromistas que lo perseguían por doquier diciéndole: «Pedrín, a la escuela. ¡Pichucas!». Y él, tonto de mala baba, murmuraba palabras malsonantes que siempre remataba con un «¡Tu madre!». Retahíla que, por falta de luces, lanzaba también contra sus defensoras cuando decían a sus atacantes «Dejad en paz a Pichucas». Porque era ese mote el que le sacaba de quicio.
Cuando en Santander o en Cantabria, alguien te dice que «eres más tonto que Pichucas el del Muelle», te está otorgando una categoría muy solvente de tonto..
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