El destino les hizo cántabros
Dejaron su país, acabaron en la región y entraron en un programa por el que ya han pasado más de mil personas y que les preparó para una incierta vida adulta.
A los 15 años, Zakarie El Ahmdi ya había vivido la aventura de su vida. Un viaje sin una meta clara y con posibilidades de ... éxito inciertas. Mientras los chavales cántabros de su misma edad aún no tenían claro qué rama de estudios elegir en Bachillerato, él ya había decidido que tenía que dejar su país. Lo hizo sin advertir a su familia porque se lo habría impedido. Sabía que por mucho que estudiara en su Marruecos natal, y a pesar de vivir en un hogar de clase media, no iba a tener un futuro «decente». En Europa -Alemania era la idea que le rondaba por la cabeza por las historias que había oído contar a algunos compatriotas- las cosas podían ser diferentes. «Prefiero no decir cómo hice el viaje para que nadie coja ideas. A mí me salió bien, pero pudo salir muy mal», afirma el joven.
Sabía de dónde partía pero no dónde iba a acabar. Y acabó en Santander. En concreto, en un centro de acogida para menores extranjeros no acompañados (conocidos como 'menas') que gestionaba la asociación evangélica Nueva Vida por encargo del Gobierno regional. Como él, la mayoría de chavales que han pasado por este programa de integración llegaron de rebote. Muchos, como Barry Aliou, ni siquiera habían escuchado nunca la palabra 'Cantabria'. Y es que un adolescente de 16 años de Guinea Conakry, por muy bueno que fuera en los estudios, no tenía por qué conocer este pequeño territorio del norte de España. Le sonaba Bilbao, por donde también estuvo, por el equipo. «Allí la probabilidad de tener una vida mejor es poquísima porque aunque hay muchos recursos están muy mal repartidos. Para poder estudiar hay que tener la barriga llena», dice.
«Hablo con mi familia una vez por semana. Lo malo no lo contaba para que no se preocuparan»
Boughaba Frimane | 23 años, Marruecos
Su caso es especial. A base de favores y pequeñas aportaciones, logró reunir el dinero suficiente para sacarse un billete de avión. «No es el perfil habitual. Los marroquíes solían venir debajo de un camión. Estos tardaban un día en llegar. Y muchos del África negra, sobre todo de Senegal, hacían un viaje en barco que podía durar diez días. De cualquier forma, porque no existía, tampoco actualmente, un cauce para hacerlo de forma legal», subraya Julio García, uno de los orientadores que estuvo en aquellos programas tutelados. Ahora la encargada es otra organización, pero la labor es la misma.
«Quería estudiar, pero no hubo forma. Encontré un trabajo justo cuando ya me iban a expulsar»
Barry Aliou 21 años, Guinea Conakry
Recuerda la importancia de las conversaciones con los chicos en los centros de acogida o los pisos tutelados y que había algunos temas tabú. Casi nadie quería hablar de las penurias de ese trayecto. Sólo en momentos que eran de gran tensión para los menores se abrían. Por ejemplo, cuando iban al dentista: «Era curioso. Ahí decían cosas como que de su pueblo habían salido cuatro barcos y sólo sabía de uno. Del resto no sabían nada y desconocían si estaban vivos o muertos. Viajaban adultos, pero también menores como ellos».
«En los centros hubo gente que tuvo muchos problemas. Yo no, me sentí como en mi familia»
Zakarie El Ahmdi 25 años, Marruecos
En la última década, más de un millar de menores extranjeros han pasado por este programa que proporciona educación, pero también otras habilidades a los usuarios. Los trabajadores dicen que con los chavales lo que pretenden es adelantar su proceso de maduración. Un cántabro de 18 años, en una familia de clase media, pueda permitirse el lujo de madurar más adelante. Ellos no. Al cumplir la mayoría de edad el vínculo legal con el Gobierno de Cantabria se rompe. No tienen ingresos de ningún tipo, tienen que hacer una vida independiente y buscar un trabajo. También dejar sus estudios. Si tienen suerte y la cosa va bien, si siguen en España y no son expulsados, puede que años después los puedan retomar. Eso le pasó a Barry: «Quería estudiar porque sacaba muy buenas notas, pero no hubo forma. Y encontré un trabajo cuando ya me iban a expulsar. Yo decía a los jefes que me daba igual que no me pagaran. Con que me dieran de alta en la Seguridad Social valía. Por dos meses no me expulsan».
«Atendimos a niños que fueron expulsados al cumplir 18 años. Es un fracaso del sistema»
Como la mayoría de comunidades autónomas –el País Vasco es una de las pocas excepciones–, Cantabria no cuenta con ningún programa para apoyar a los menores que han estado bajo su tutela a partir del momento en que los chavales cumplen 18 años. En ese preciso momento, los chicos tienen que abandonar el centro y se corta de golpe su formación académica. De un día para otro, aunque el curso escolar no haya concluido. Al mismo tiempo, se pone en marcha el proceso administrativo que puede acabar en la expulsión del país. La manera de evitarlo es que encuentren un trabajo estable, algo realmente complicado en su situación. La Ley de Extranjería exige un contrato de al menos un año, algo que era casi imposible en la época de crisis, cuando Zakarie, Barry y Boughaba llegaron a la mayoría de edad.
«Ha habido niños que estuvieron con nosotros tres o cuatro años y que fueron expulsados de España al cumplir los 18. Es un fracaso del sistema», explica Julio García, responsable de los programas de integración de Nueva Vida. La asociación señala que esto genera situaciones de desamparo y considera que sería recomendable un sistema de becas similar al que existe en la educación general para estos perfiles.
Eso permitiría continuar su formación a quienes lo deseen: «Hemos invertido un dinero para que sean parte de nuestra sociedad y de repente les dejamos tirados. Con independencia de que haya gente que está en contra de programas como estos, el objetivo que persiguen es que los usuarios tengan las mismas oportunidades que si fueran españoles. Y con las condiciones actuales no es posible».
Ayuda de compatriotas
Antes de en Cantabria, estuvo unos meses en Alicante -era y es común que los compatriotas les echen una mano los primeros momentos antes de asentarse-. Su compañero Boughaba Frimane, en la región desde los 16 años, pasó por Córdoba y Granada. Cuando estaba en Marruecos soñaba con venir a Europa, pero cuando llegó la oportunidad apenas tuvo tiempo para decidirlo. Unos vecinos iban a hacer el viaje y él se unió: «Tenía un hermano en Andalucía y él me dijo que no viniera porque no era buen momento. No dije nada a la familia. Casi nadie lo dice». Su forma de entrar en el programa de tutela, como la de la mayoría de los 'menas', fue a través de la Comisaría. El Estado tiene la obligación de dar amparo a los menores. Cuando las autoridades dudan, hacen una prueba maxilofacial para determinar la edad. Y de ahí a los centros. O a los pisos tutelados cuando superaban las primeras fases y se ganaban la confianza de los trabajadores sociales.
Las propias organizaciones que prestan el servicio reconocen que la convivencia, en ocasiones, era muy complicada. Había conflictos, peleas y chavales para los que las normas no significaban nada. «Hubo situaciones delicadas, pero hay que ponerlo en su contexto. Eran chicos que con 14 años estaban solos en España. Tenían a sus padres lejos para que les pudieran controlar y marcar las reglas. De golpe, disfrutaban de mucha libertad y no todos sabían gestionarla», cuenta Julio.
Muchos usuarios se movieron a otras regiones o fueron a Europa y otros volvieron a su país natal
Zakarie apenas vio todo eso. Pronto fue a un piso tutelado -había una persona con ellos las 24 horas, pero tenían un mayor grado de independencia que se habían ganado- con otros ocho chicos. Lo que recuerda «es sentirme como en familia». Todavía mantiene la amistad con todos ellos y con los propios cuidadores. Julio era uno de ellos: «La diferencia de edad conmigo no era tanta, cinco o seis años. Les queríamos como si fueran nuestros hermanos pequeños. Hablábamos mucho, pero también teníamos claro que éramos responsables de ellos y teníamos que ser estrictos cuando tocaba porque estaba en juego su futuro».
Complicada adaptación
El mismo día que entraban en el centro se matriculaban en el curso que les correspondía. A pesar de la buena aceptación que hubo en las comunidades educativas donde se instalaron, sobre todo en Camargo y Piélagos, la adaptación aquí tampoco era fácil. Ni la convivencia en los centros en habitaciones para tres personas. «Uno ponía la música, otro hacía jaleo... A veces era una locura. Todas las cosas malas no se las decíamos a la familia cuando llamábamos una vez a la semana para que no se preocuparan más de lo que ya estaban», dice Boughaba. El sistema estuvo a punto de colapsar en 2013 por los impagos del Ejecutivo. Ahora, Nueva Vida, aunque no gestiona el servicio, reconoce que la apuesta por mantenerlo en condiciones es evidente. Con la salida de la crisis las demandas de plaza van a más.
En agosto de 2018 había en Cantabria 47 'menas'. Ocho meses después, la cifra ha crecido hasta los 116
De hecho, el Instituto Cántabro de Servicios Sociales se ha visto obligado a crear cinco nuevos centros al pasar de 47 usuarios en agosto de 2018 a 116. Esa es la última cifra que dio la vicepresidenta, Eva Díaz Tezanos, en una comparecencia en el Parlamento de Cantabria, en la que se mostró orgullosa de que la región tenga un plan integral para 'menas', algo que «no ocurre así en otras comunidades». Además de los marroquíes, que siguen siendo mayoritarios, ahora también hay un gran número de albaneses, una tendencia que se viene apreciando en los últimos meses. Según las organizaciones, además de los menores que solicitan la tutela en la región, están llegando otros procedentes de autónomías desbordadas como Andalucía por la llegada de personas a través de las vías marítimas. Al mismo tiempo, el Estado ha destinado 580.000 euros a Cantabria para que pueda ejecutar con garantías esa solidaridad.
La mayor parte de los chicos que estuvieron tutelados en Cantabria entre 2006 y 2013 no se han quedado en la región. A una parte se les perdió la pista, otros hicieron las maletas a Cataluña, donde hay una gran comunidad musulmana, y otros se vieron obligados a regresar a sus países. Barry, Boughaba y Zakarie forman parte del otro porcentaje. El primero sigue queriendo estudiar, pero mientras encadena trabajos. El segundo es camarero en la cafetería de Valdecilla y quiere seguir progresando. Y Zakarie ha cerrado el círculo. Ahora trabaja con la organización que hace diez años le atendió: es intérprete e integrador de personas que no están en una situación muy distinta a la suya, los refugiados sirios. Los tres fueron 'menas' en Cantabria. Tras un largo camino, el destino les hizo cántabros.
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