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Cuando salgamos de esto, no estaremos todos. Por un tiempo, seremos una sociedad en proceso de duelo. Y tendremos que aprender a relacionarnos otra vez. No sabemos cuándo dejaremos de ver en el prójimo un mensajero de enfermedad y de muerte, un portador de virus y bacterias, un repositorio de gérmenes. Desconocemos si se extenderá la neurosis del reproche y el resentimiento contra quienes rompan las distancias y se salten los nuevos hábitos de higiene. «Has tosido sin taparte con el brazo». «Háblame desde un poco más lejos, por favor». «No vuelvas a coger mi móvil». «Me ha dado la mano después de tocar el picaporte». «Tendrá muy buena la fruta, pero la escoge con las manos con las que te cobra». «Se ha sonado la nariz y después ha usado mi boli». «No pienso abrir la carta del menú. A saber quiénes la han manoseado».

Miedo aparte, ¿qué más nos está pasando? Nos tocamos menos, pero nos sentimos más. Nos contamos cosas que antes nos callábamos. Nos enviamos imágenes que antes nos guardábamos. Nos preguntamos sobre asuntos que no nos planteábamos. Hemos aprendido mucho sobre lo que somos capaces de hacer. Nos sorprendemos a nosotros mismos y nos asombran los demás.

Estamos recluidos, pero hemos rebasado nuestros límites. Aplaudimos los logros y los esfuerzos ajenos y reconocemos los propios, porque nunca hemos tenido tanta conciencia de equipo aunque estemos separados. Agradecemos la mera existencia de los otros. Disfrutaremos de lo viejo como si fuera nuevo, y de lo que era costumbre como si fuera una conquista. Esta experiencia ya nos ha cambiado. Somos los mismos, pero mejores. Si este estado de gracia espiritual perdura o no ya se verá. Adelantarse es de agoreros.

Intentemos rascar buenos augurios. Los datos todavía asustan, sobre todo después de tener diez muertos en Cantabria en un solo día y 849 en España, pero empiezan a ser menos malos en contagios y crecientes en recuperaciones. El pico de la pandemia se achata. El abominable bicho de las fiebres pierde ritmo en su escalada y, si resistimos, vamos a poder echarle el guante. Todos peleamos desde esos círculos concéntricos que orbitan en torno a la oscura guarida donde intenta aniquilarnos. Nuestro 'corresponsal' en Valdecilla, Gonzalo Martínez-Hombre, ha retornado a un anillo más seguro: ha vuelto a casa para acabar de rematar al bicho en el cuadrilátero doméstico. Ya lo tiene contra las cuerdas y no tardará en noquearlo.

Hemos superado medio mes de clausura. Unos campeones. Ya estamos en la cuenta atrás hacia el 11 de abril. Es probable que no sea el día de la liberación y que salgamos del estado de alarma para meternos en el de excepción. Pero vamos paso a paso. Así se llega a las metas y a las cimas. Estamos a esa altura del camino en la que hay que fijarse más en lo que hemos recorrido que en lo que nos queda por recorrer.

No reneguemos de nuestro encierro particular. Ya sabemos que hay confinados en mansiones, en casas con huerta o con terreno, en fincas que dan a la playa, en chalés con piscina, en adosados con jardín. Una suerte. No tengo nada de eso, pero el balcón de mi piso da la vuelta a la fachada y se ensancha con ínfulas de terraza delante de la cocina. Una privilegiada. Otros no tienen más salida que el alféizar. Y los que carecen de casa, adorarían su ventana. Pero, miren, lo que mola ahora no es tener vistas al mar o a la pradera, sino al bloque de enfrente. Lo que se lleva es el patio de vecinos. No saben lo que se pierden los de las casonas. Ya les dije hace casi dos semanas que esa quedada de las ocho en balcones y ventanas iba a convertirse en el acto social más memorable de nuestras vidas.

Para que nadie se prive de nada, siempre podemos compartir las vistas. Nuestro compañero Juan Carlos Flores-Gispert ha inventado un entretenimiento para sus amigos: ¿Qué se ve desde tu ventana? Sacan fotos de sus calles y de sus paisajes y las intercambian. Así todos pueden asomar por la ventana de los otros. Hoy les envío lo que veo desde una esquina del balcón: la zona cero de Nueva Montaña.

Los bloques que flanquean el socavón temblaron a las seis y media de la mañana del 13 de enero, cuando se hundió el parque infantil sobre los garajes. Entre ruidos y polvo, los residentes han asistido desde sus balcones a una obra de desescombro que no ha tenido desperdicio: excavadoras, grúas, cizallas, camiones, operarios... Han visto cómo desenterraban sus coches, aplastados como amasijos de chatarra. Todos los niños que jugaban en esas pistas y jardines y todos los usuarios de esos vehículos chafados están vivos y en sus casas. Quizá porque aprendieron a creer en los milagros, o porque ellos ya estaban en el balcón, esos vecinos son los primeros en batir palmas a las ocho. Todos se salvaron. Y ahora aplauden para que se salven otros.

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