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Pedro Vallín, en el puerto de Marina del Cantábrico, en Raos, donde tiene atracado su velero, el 'Bígaro Daniel Pedriza
«A los periodistas nos puede la cobardía»

«A los periodistas nos puede la cobardía»

El periodista de La Vanguardia Pedro Vallín desconecta de la vorágine de informar de la política parlamentaria nacional navegando por el Cantábrico y disfrutando de la gastronomía

Mariana Cores

Santander

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Sábado, 1 de septiembre 2018, 17:37

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Las circunstancias le trajeron hasta Santander. Pedro Vallín (Colunga, Asturias, 1971), se casó con una mujer de familia santanderina. Después vino la afición a navegar. Sin experiencia al timón de un velero, decidió que el mejor lugar para aprender era la bahía de Santander. Nueve años después, la ciudad sigue siendo su lugar de veraneo. Le gusta cómo ha ido evolucionado a lo largo de estos años, «sobre todo la parte de la hostelería, con imaginación y ambición, a buenos precios». La ironía, el humor inteligente, va en su ADN. Quizá todo ello, además de por su vocación (estuvo diez años al frente de la sección de Cultura en La Vanguardia), le llevó a presidir los premios cinematográficos Feroz, convocatoria de la que es también fundador. Amamantado por los pechos de periódicos locales, como la Nueva España o El Comercio (ambos de Asturias), ahora se encarga de la política parlamentaria en La Vanguardia.

–¿A qué personaje político subiría a su barco?

–Es delicado hacer información política y tener amigos en el gremio, pero es común y quizá inevitable. Después de todo, la vida es mucho más importante que el periodismo y que la política. Siempre he tenido, tanto en Asturias como en Madrid, buenos amigos en política. Así que, si se dejasen y vinieran por turnos, porque nuestro velero es muy pequeño, invitaría a José María Lasalle, a José Andrés Torres Mora, a Pablo Iglesias, a Irene Montero, a Yolanda Díaz, a Gabriel Rufián, a Alicia Sánchez Camacho, a Jordi Xuclá, a Joan Tardá y a varios más. Con algunos tengo una relación personal; con otros, solo simpatía mutua. Y como en toda amistad sana, exige un punto de admiración mutua. Pero también quiero mucho a algunos artistas de mis años en el periodismo cultural. Por ejemplo, saldría a navegar con Nacho Vigalondo o Isaki Lacuesta de mil amores. Y me llevaría a mi barco o a mi casa a Martin Sheen.

–¿Cuál es su lugar favorito para fondear?

–Frente al embarcadero real de la Punta de la Cerda, que suena a localización de Juego de Tronos. Me parece un lugar precioso y tranquilo. Pero la bahía está llena de lugares estupendos para fondear, desde el refugio de Los Molinucos o frente a Loredo, a resguardo de la isla de Santa Marina, hasta, obviamente, el Puntal.

–¿Qué productos cántabros metería en una cesta de pícnic?

–Para comer frío, una tortilla de patata y unos tomates de aquí con cebolla y aceite. Cerveza y agua. Quizá unos caracolillos para entretenerse entre horas. Cuando salimos a navegar, el postre nos lo pone La Polar, cuando al atardecer su furgoneta pasa por la marina de Raos.

–Su primer libro habla sobre el cine de Hollywood y su relación con las ideologías de izquierdas. ¿Cómo es posible?

–Hay una interpretación convencional, basada en el estructuralismo, que señala que el cine estadounidense, el cine palomitero, para que nos entendamos, es un vehículo para inocular pensamiento conservador y neoliberal. Y que frente a él hay un cine europeo comprometido y progresista. Toda generalización es peligrosa, pero si hay que hacerlo, más justo sería decir que el cine de grandes audiencias estadounidense está mucho más comprometido con los colectivos desfavorecidos, la crítica de los valores neoliberales y el destino de lo común, que el europeo.

–¿Qué se siente al ponerse el esmoquin en la gala de los Premios Feroz?

–Con lo que más miedo he pasado ha sido con la deuda que quedó el primer año, de la que nos ha costado mucho deshacernos. No tengo créditos ni hipoteca, vivo de alquiler, así que no estoy acostumbrado a deber dinero y me quitó el sueño mucho tiempo. Lo del esmoquin, sobre todo duele; ese cuello rígido te deja la piel hecha un cromo para dos semanas. Salir a hablar al escenario da bastante vértigo, es cierto. En mi caso, me curo ensayando 'in situ', como un presentador más, porque impone mucho asomarse ahí arriba ante las miradas de los invitados, casi mil. Mucho más que las cámaras de televisión, al menos, en mi caso.

–Su objetivo era convertirlos en algo similar a los Globo de Oro, como antesala de los Goya. ¿Objetivo conseguido?

–Creo que sí. La idea surgió de un grupo de periodistas plebeyos, como le gusta decir a María Guerra, la nueva presidenta, que dirige La Script en la Cadena SER. Ninguno éramos una firma crítica reconocida: hacíamos entrevistas y reportajes de cine. Y como todas las insensateces colectivas, nació de unas copas de más en un festival. Pienso que hemos creado una forma divertida, irreverente y ligera de calentar motores antes de los Goya.

–¿Cómo se pasa de cubrir la alfombra roja del cine a seguir a la figura política de Pablo Iglesias?

–Es que detesto el periodismo especializado. La única especialización útil y divertida es la sucesiva. He hecho información local, de sucesos, política, economía, cultura y ahora otra vez política. Y lo he hecho en prensa convencional, gratuita e internet, y en dos ciudades. Creo que el aburrimiento, esa sensación de que todo ya lo has visto y todo te lo sabes, te convierte en peor comunicador. Sinceramente, seríamos un gremio mucho más feliz y eficaz si no permaneciésemos más de cinco o siete años en el mismo cometido o el mismo sitio.

–¿Qué se cuece entre las bambalinas de las Cortes?

–Hay pocas zonas de oscuridad sobre lo que ocurre en el Congreso porque hay muchísimos periodistas metidos allí. Quizá lo más interesante y desconocido es contemplar las afinidades y antipatías, que tan poco tienen que ver con las siglas. Lo que, por cierto, me parece un muy buen síntoma. Hay antagonistas a los que les cuesta disimular la mutua estima y socios de coalición que no se detestan.

–¿Cómo está de salud el periodismo político?

–Creo que de la mayoría de los males que atribuimos a la política tenemos la culpa nosotros. No de la corrupción, claro, pero sí de la banalización de los mensajes, de los discursos de brocha gorda y de las polémicas hinchadas que apelan a los instintos más bajos del votante. No sé, mientras que la política vive un proceso de revisión sobre su quehacer bastante intenso, creo que a nuestro gremio le puede bastante la cobardía y el conformismo. Muchos de los mismos a los que vemos tirarse los trastos con acusaciones tremendas y demagógicas, pueden dar mucho más nivel si a nosotros no nos gustaran tanto las declaraciones gruesas en la televisión y el periodismo de entrecomillados.

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