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Es un drama feroz sin aullido. Una herida grave de la que solo intuimos y deducimos la superficie, su piel ajada, nunca del todo su hondura. Lo rocoso del desgarro interior asoma gracias a las interpretaciones del reparto y no a la puesta en escena ni a las soluciones visuales de un filme interesante, que no intenso, necesario por el testimonio, aunque poco lúcido a la hora de transmitir la llaga que sutura dolor. Son Lucas Hedges, Nicole Kidman, Russell Crowe, incluso el cineasta canadiense Xavier Dolan, los que convierten en ocasiones casi en obra de cámara lo que a veces roza el telefilme. El documento es suficientemente revelador pero Joel Edgerton, actor decidido a adentrarse en la dirección desde 'El regalo', se mantiene en un plano discreto, aunque superficial, sin que 'Identidad borrada' levante el vuelo, salvo en esos momentos de dominio interpretativo.

Vídeo.

La historia se centra en uno de esos casos de homosexualidad entendida como desviación y de la existencia de centros, oscuros (habría que decir sectas ultra tendenciosas que oficializan la intolerancia) dispuestos a aplicar terapia.

Como en tantos otros ámbitos ejercidos desde el poder (también político), se trata de imponer una serie de órdenes destinadas a anular la personalidad y a anestesiar la identidad. Nada diferente que no esté ejerciendo en el presente determinada policía del pensamiento.

Estamos ante un filme de buenas intenciones, más que de denuncia, y en el que los estereotipos acaban devorando cualquier revelación, cualquier golpe sobre la mesa, toda desgarradura. Por el contrario sí contiene otro dentro: el que los intérpretes componen en sus respectivos encuentros, duelos, silencios, miradas y palabras susurradas, dichas en alto o calladas. Ahí es donde se vislumbra la entraña del dolor, la incomprensión, la marginalidad ejercida desde un supuesto orden y mando. La desazón emocional, el estremecimiento social, el hombre y el ser amenazados, la intolerancia surgida del fanatismo y los numerosos púlpitos y sermones, no solo los que afloran desde el universo religioso, se suceden como una tela de araña que va envolviendo al personaje basado en el libro autobiográfico de Garrard Conlay. A 'Identidad borrada' le falta sutilidad, cadencia, ese ritmo casi invisible que precede al tormento, a la batalla , a la sordidez que se presume pero que se diluye en una visualización anodina y un tanto funcional del centro donde se ejerce la represión.

No es necesario ser obvio ni amarillista, probablemente ni contundente, y no lo es aquí pero el descenso a los infiernos queda en manos de la sensibilidad de los actores, también mérito de su colega metido a director, porque a la dirección le falta agitación para que sintamos de verdad el miedo y la angustia que sí vemos en la mirada del protagonista cuando camina entre las espinas de los enemigos tenebrosos y, demasiadas veces, protectoramente familiares. La historia, implacable y dura en sí misma, contiene el horror psicológico y el vértigo de esos reguladores del sistema que aún mantienen la espada en alto dispuestos a cercenar toda libertad. Y si no mirémonos en el espejo del hoy y su profuso desfile de predicadores morales.

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