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Creo que la naturaleza nos ignora, que le damos igual, como al árbol le da igual

Cuaderno de excepción | DÍA 17 ·

Miércoles, 1 de abril 2020, 07:21

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Miro el mapa del mundo y veo cómo el coronavirus se extiende. Parece que se ha derramado un bote de pintura que lo va cubriendo todo poco a poco. Es posible que cuando esto acabe el virus haya sepultado todas las fronteras, esas que ahora parecen reforzarse, y que el gran mapa de la tierra sea una sola cosa.

Son muchos los miedos que en estos días vienen y van: que los nuestros enfermen y mueran solos, que venga, como el tsunami que acompaña al maremoto, una crisis que se lleve por delante el estado del bienestar (lo que queda de él, que pese a tantas deficiencias es bastante) o que esta crisis desatada por un microbio acabe haciendo saltar por los aires buena parte de lo que conocemos y que lo que venga después sea peor. Miedos, miedos, miedos. Son ya 17 los días de confinamiento y, pese a vivirlos de una manera privilegiada, pesan. Pesa, sobre todo, no saber cuándo terminará esto, ni cómo. El virus ha roto una ilusión, la de que lo teníamos todo controlado, la de que llevábamos a la naturaleza de paseo como el que pasea a un animalillo con una correa destensada atada a su cuello. Esa ilusión de que todo estaba domesticado y a nuestro servicio se ha evaporado al primer mordisco que nos ha dado eso que, pensábamos, era una mascota leal y fiel. El perrito nos ha mordido y estamos asustados porque enseña los dientes y no se tumba si le decimos plas. El perro es una fiera, no deja de mordernos y nos ladra mientras nosotros, encerrados, lo miramos perplejos desde la ventana. Vaya con el perro, decimos, y miramos la nevera para ver si nos quedan provisiones. Menudo perro más malo, pensamos, a ver si hay suerte y alguien lo captura o lo envenena. A ver si se cansa y se va. Existen teorías que defienden que el coronavirus ha sido creado en laboratorios secretos y esparcido entre nosotros para provocar un cambio en el orden mundial. A mí me gusta más pensar que la única responsable es la naturaleza, pero no una naturaleza que nos lanza mensajes y nos reprende y nos da un azote para que nos portemos bien. Creo que la naturaleza nos ignora, que le damos igual, como al árbol le da igual que se balancee suavemente en una de sus ramas el cuerpo de un ahorcado. Creo que este virus, como tantas cosas hermosas, fascinantes y terribles que nos rodean, es azaroso y no le gobierna ninguna voluntad de dañarnos, no existe en él maldad. Y pienso que es esta la explicación más demoledora para la arrogancia de los hombres, porque es la única que no nos tiene en cuenta, la que nos convierte en seres completamente insignificantes.

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