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Batidora Turmix Berrens y antigua etiqueta de la marca sobre un gazpacho. R. C.

La túrmix y el gazpacho mecanizado

Gastrohistorias ·

Para desmayo de los más tradicionalistas, la llegada en los años 50 de las batidoras eléctricas cambió radicalmente el modo habitual de elaborar gazpacho en casa

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 20 de junio 2025, 00:31

Llegan los calores y, con ellos, la venida de los rituales gazpacheros. Éstos pueden consistir en elegir minuciosamente los mejores tomates de pera para darle uso ininterrumpido a la batidora o en hacer catas razonadas y exhaustivas de todas las marcas del mercado, buscando alguna nueva que se atreva a toser a nuestra preferida. Ya sea comprado o hecho en casa, lo importante es tener gazpacho fresquito en la nevera y sobrellevar la canícula lo mejor posible.

No hace falta ser más viejo que Matusalén para acordarse de cuando nadie tenía aire acondicionado, y estoy segura de que muchos de ustedes conocieron, aunque fuera brevemente, los tiempos de la fresquera. El confort veraniego ha aumentado de manera espectacular en España desde mediados del siglo XX, y una de las ventajas más insospechadas que nos ha proporcionado es la de poder hacer gazpacho en un periquete. Sin sudar, sin dejarse el brazo hecho polvo a base de triturar hortalizas en el dornillo, la hortera o el mortero.

Así se hacía antiguamente el gazpacho, majando a mano tomates y otros ingredientes para mezclarlos luego con pan remojado y abundante agua fría. Fría del botijo, claro, porque entonces no había frigoríficos. La llegada de la refrigeración eléctrica fue tan decisiva en la popularización del gazpacho a nivel nacional como la llegada del pequeño electrodoméstico que revolucionó su forma de elaboración: la batidora.

No fue una batidora de brazo, que es la que muchos de ustedes tendrán ahora en mente, sino una de vaso o americana. En castellano llamamos «batidora» a lo que en otros idiomas tiene diferentes nombres dependiendo de su uso. No es lo mismo batir que amasar, triturar, licuar o picar, pero no me pregunten por qué, resulta que en España acabamos denominando familiarmente «batidora» a multitud de aparatos distintos. Las primeras que llegaron fueron las de vaso o tipo americano, inventadas en 1922 por el estadounidense Stephen Poplawski para preparar batidos en hostelería y adaptadas al uso doméstico durante la década de los 30, cuando el famoso músico Fred Waring puso su dinero, su nombre y su reputación al servicio de la batidora Waring.

La versión europea

Basándose en ese modelo americano el inventor suizo Traugott Oertli desarrolló en 1944 una versión europea que bautizó como Turmix Standmixer. La túrmix de toda la vida, que está incluida hasta en el diccionario de la RAE gracias al tremendo éxito que tuvo en el mercado español. Es curioso que por el camino haya perdido la mitad del nombre, ya que los productos Turmix se vendieron prácticamente desde el principio en nuestro país bajo la marca comercial «Turmix Berrens».

Ese Berrens corresponde a Enric Berrens Villaroya, un ingeniero catalán que primero comercializó los electrodomésticos suizos de Turmix y luego pasó a fabricarlos (pagando sus correspondientes patentes y licencias extranjeras) con el nombre ya mencionado de Turmix-Berrens. En 1945 don Enric fundó «Pequeñas Industrias Mecánico-Eléctricas Reunidas», PIMER, para producir inventos propios como aparatos para hacer zumo, molinillos de café, parrillas, heladoras o aspiradoras.

Animado por el gran éxito de la túrmix, que se empezó a vender en España en 1948, Berrens intentó sortear su patente suiza creando un modelo propio. Primero sacó la Batipimer de vaso y luego, en 1959, la célebre Minipimer de brazo. Este genialidad concebida por el diseñador industrial Gabriel Lluelles permitía librarse del armatoste que era la vieja túrmix, dificilísima de limpiar, y triturar libremente en cualquier recipiente sin necesidad de hacerlo en el vaso mezclador de cristal.

Entre las dos libraron a las amas de casa de las antiguas dificultades gazpacheras, pero no se crean que la transición entre el gazpacho tradicional y el «mecanizado» fue fácil. Los defensores de la usanza clásica echaron pestes de aquella solución moderna que homogeneizaba la textura y, según ellos, echaba a perder toda la gracia de la receta. Por el gazpacho eléctrico se rasgaron las vestiduras ilustres opinadores andaluces como Celestino Fernández Ortiz o José Carlos de Luna, poeta y gobernador civil de Sevilla que llenó los periódicos españoles de apasionadas loas al gazpacho majado.

«Resultado de la física experimental»

Según estos señores la batidora había quitado a la receta la mitad de su gracia y mientras que el clásico era fruto de «la insistencia, la pericia más intuitiva y los ritos caseros», el gazpacho mecánico era un árido «resultado de la física experimental», una «crema helada de color rosa y sabor agradable, pero inconcreto; exageradamente cremosa y homogénea, sin el gusto de sus componentes «desmolecularizados» a seis mil revoluciones por minuto». A pesar de que los presuntos buenos catadores se empeñaron en despreciar el gazpacho moderno durante toda la década de los 50, la revolución era ya imparable y la batidora contribuyó enormemente no sólo a que el gazpacho se extendiera fuera de nuestras fronteras, sino también a que mucha más gente se animara a preparar el suyo en casa y con mayor asiduidad.

La disyuntiva se solucionó rápidamente de la mano de las mujeres, quienes se sumaron en masa a las huestes electrificadas. En agosto de 1967 la sevillana María Luisa Halcón de Farias demostró que la practicidad no tenía por qué estar reñida con el sabor: fue elegida «Mujer Ideal de Europa» en Montecatini (Italia) después de servir al jurado un fresco gazpacho hecho con túrmix.

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