Hierro, el poeta «del conflicto estético y la memoria del silencio» que escribió su verdad
La Biblioteca Central acogió una mesa redonda con Luis García Montero, Jesús Marchamalo, Elia Saneleuterio y Marián Hierro
A José Hierro le gustaba la tarta de manzana que hacía su mujer, Lines. A todos en casa, en realidad. Era la que pedían ... cuando se celebraba un cumpleaños. Y él, que a veces soplaba y a veces no, era «como un niño, fácil de contentar cuando de regalos se trataba; todo le gustaba». Así lo recordó su hija Marián en la mesa redonda que acogió la Biblioteca Central. El día que el poeta hubiera cumplido 101 años, hubo una fiesta entre libros, en una sala, la Piti Cantalapiedra, quien fuera su amigo, que se quedó pequeña para tanto público. Le glosaron como autor, como referente y como amigo, tres poetas Luis García Montero, Lorenzo Oliván y Elia Saneleuterio, con el periodista y escritor Jesús Marchamalo ejerciendo de dinámico maestro de ceremonias. Entre todos trazaron una semblanza de todos los José Hierro que poblaron al hombre, primero delicado y rudo de aspecto en sus últimos años, pegado a un cigarro y a una superficie sobre la que pintar.
García Montero recordó el viaje que hicieron juntos a Turín en 1989, en el 50 aniversario de la muerte de Machado. «Lo pasamos bien», afirmó el granadino. Oliván llevó su memoria hasta la UIMP y aquel primer contacto con el genio. «Me impresionó su electricidad». De Hierro decía Carmina Martín, de la Librería Abril, sede de tertulias, que siempre tenía un tren que le esperaba. Porque Hierro andaba deprisa. Pisaba la vida a zancadas, para no perderse nada. Culpa de ello, en parte, la tuvieron los cinco años que pasó en prisión, acusado de pertenecer a una asociación de auxilio a los presos. «Esa experiencia marca en muchos sentidos -expuso García Montero- en la concepción poética del conflicto entre contrarios o la dificultad de vivir en plenitud sin sufrir». Un lustro que alejó a Hierro de su bahía y su mar, tan necesario, y le llevaron a «procesos de ensimismamiento y saltos en el espacio» que cambiaron su dinámica de pensamiento, detalló Oliván. Ese mar que, como indicó Saneleuterio «funciona como símbolo en toda su poesía». Siguiendo sus composiciones, uno puede ver cómo el color de las aguas va evolucionando de una época a otra. Como él. En la pantalla se fueron proyectando imágenes de la vida de Hierro, la más conocida y la menos. Fotografías de un niño con su abuela, de un joven boy scout que ganó el concurso de paellas «y de ello presumió toda la vida», dijo su hija. Pepe casándose con Lines, que se ocupó de todo lo que rodeaba su labor para que él solo tuviera que ocuparse de escribir.
Instantáneas de la cárcel, de la que nunca quiso hablar y reuniones, libre, con amigos. Y qué amigos; Diego, Buero Vallejo, Panero, Maruri, Jiménez... «Brines, Bousoño y Claudio Rodríguez» casi vivían en casa», bromeó Marián. También Caballero Bonald, observando impertérrito a José Hierro haciendo el pino sobre una mesa. Una mesa distinta a la de los bares donde solía refugiarse a escribir, en Madrid y Santander. Sus dos ciudades. El madrileño más montañés y siempre santanderino fue poeta, pero también crítico de arte, del teatro y gran amante de la música. No en vano, como afirma Luis Alberto de Cuenca: «Hierro tenía el mejor oído de la poesía». Y en su poesía escribió sobre Brahms o Schuman. También era un buen tahúr de la ironía. En su poema 'Contra el esteta', aborda, «en conflicto con la tensión estética» una elaboración técnica y musical «contradictoria», como diseccionó García Montero. «Se mete con la técnica y a la vez la recrea, con eneasílabos -los versos más difíciles- y alejandrinos. Es una obra de arte', alabó.
En un ambiente cercano y distendido. los años de Hierro fueron avanzando en forma de palabras e imágenes, ante un público cómplice entre el que también había poetas y escritores (Marcos Díez, Carlos Alcorta, Luis Alberto Salcines) y músicos (Quique González). Hubo risas, sorpresas, aplausos, versos recitados. Con esa especie de aura de bonhomía del autor que reivindicaba las ventajas de ser calvo mientras daba testimonio de una época, anticipaba el final de su propia escritura cuando apenas llevaba tres años publicando, en una suerte de «memoria del silencio», vivía en su orden desordenado y adelantó su despedida en 'Cuaderno de Nueva York, el libro que le consagraría y daría medida de su importancia. 101 años y la eternidad en forma de poemas.
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