La despedida de una saga
Punto final. Con la retirada de Rubén deja los bolos el último representante de la estirpe más prolija: la de los Rodríguez. Primero lo hizo Tete y después su hermano Emilio Antonio. Tres campeones de España que juntos suman quince entorchados
Su semblante transmite paz. Como el del que se va con la sensación del deber cumplido, de haber dejado una imagen en las boleras a ... la altura de su palmarés. Y no lo tenía sencillo, puesto que en sus vitrinas particulares Rubén Rodríguez (Villanueva de la Peña, 19 de octubre de 1977) acumula dos Campeonatos de España individuales, un Regional individual, siete entorchados de parejas y, ahí es nada, 39 títulos por equipos, repartidos en 25 Ligas y catorce copas. Rubén llega a la bolera de Maliaño, su bolera, en la que desembarcó siendo un mozo casi imberbe y ya campeón nacional y de la que ahora se va dejando un legado sólo a la altura de los elegidos.
«Para llegar a la retirada se junta un poco todo, vas cumpliendo años, cada vez cuesta más jugar como tú quieres jugar y que los bolos conllevan muchos días fuera de casa en la época buena para compartir con la familia. Eso, y que ya no tengo la ilusión que tenía, hace que me replantee todo y piense si merece la pena o no», apunta Rubén. A su lado está sentado su padre, Tete Rodríguez, que no necesita presentación. El más grande de todos los tiempos. La leyenda quiso dejar algo claro. «Para mí es uno de los mejores de la historia de los bolos, su palmarés está entre los ocho primeros. Tiene mucho mérito porque lo ha hecho a base se sacrificio».
Rubén Rodríguez reclama algún cambio para revolucionarla competición
Para alguno será amor de padre, pero los números no mienten. Siempre en peñas ganadoras (Borbolla, Roper, Peñacastillo y de nuevo Camargo), ha sido uno de los más destacados de la última gran generación bolística, la de los Jesús Salmón, Rubén Haya, Óscar González o su hermano Emilio Antonio que, siempre tímido, se mantiene alejado del foco mediático. Para Tete, Rubén es el paradigma del jugador aguerrido, encastado si se quiere, aunque, evidentemente, no se llega a la élite sólo con amor propio. «Después de mí era el que mejor tiraba a la mano», se emociona, para puntualizar. «No le gusta perder, como a nadie, pero él se cabreaba un poco, no le veo ningún defecto más».
Quizá ahí está la clave del adiós. En el pundonor, en el amor propio. «Hay momentos en tu carrera en los que sabes que si lo haces bien puedes llegar a ganar. Ese nivel me cuesta más encontrarlo. Podría llegar a un nivel suficiente como para seguir jugando, pero ya no me gusta jugar de esa forma». Mentalidad de campeón, fuerza física y psíquica para enfrentarte a un deporte en el que peleas con tus rivales, contigo mismo y, a veces, con tus compañeros, que a nivel individual son oponentes. Rubén se va después de un año casi en blanco, en el que pese a tener oportunidad él mismo tomó la decisión de no jugar más chicos con Camargo. «No he saltado la bolera porque me retiraba. El hecho de que juegue yo es quizás quitarle el puesto a alguien y eso va implicar quitarle el puesto a ese jugador y que el año que viene no estuviera en la peña. Y no me podía retirar de esa forma». Corazón y cabeza al servicio del colectivo.
Los comienzos
Para que haya un final, claro, tiene que haber un comienzo. En el caso de Rubén los bolos eran lo natural, lo que había en casa. El paso lógico una vez llegada la capacidad de sostener una bola. «Tengo recuerdo de jugar con mi hermano en una bolera que nos hizo mi padre en casa, de venir mi padre y mi tío con unos bolos nuevos». Eran los años 80, los albores de las escuelas de bolos. En teoría, eso sí, su escuela estaba en casa. Sólo en teoría. «Yo poco les enseñé», refleja rápido Tete. «No podía, no tenía tiempo», aclara Rubén. «Las nociones básicas que nos dieron mis tíos y poco más. Fuimos muy autodidactas, lo que veíamos». Jugadores diferentes, vicios adquiridos, casi callejeros. «El aprender por ti mismo te hace explotar más tus cualidades innatas», añade. Tete lo tiene más claro. «Hoy en día ves un chaval y los ves a todos».
Rubén llegó a las boleras en una época de abundancia, en la que las generaciones anteriores jugaban mañana, tarde y noche, alternaban con los lugareños y los corros no tenían huecos en sus gradas. «Antes se estilaban muchas invitaciones en los pueblos en las que nos quedábamos a cenar, nos invitaban. Recuerdo muchas». Eso, ahora, ha cambiado. «Eso ahora es inviable», vuelve a apuntar el de Villanueva de la Peña. «Si ahora estuviera en mi apogeo no concibo estar todos los días en las boleras, con cenas y fiestas después». Su padre sonríe y recuerda sus tiempos. «Antes, por suerte o por desgracia, lo hacíamos mucho. En verano el día que más dormía eran cuatro horas, como dice César Roiz 'yo me quedo el último para no decirle adiós a nadie».
El todavía jugador hasta final de año descarta ser directivo cuando ponga punto final a su carrera
La sonrisa no se apaga del rostro de un jugador que quizá esté pensando ya en el próximo año. Cuando tenga los fines de semana libres y acuda a las boleras sólo a ver jugar a su peña, a sus amigos y a sus hijos, que ya dan sus primeros pasos en la arena. Lo hará, por supuesto, con la nostalgia de aquel chaval que, recién llegado a la élite, tocó la gloria en el Pabellón Exterior de La Albericia un 23 de agosto de 1996. «Iba nerviosísimo. Me tuvo que dejar el coche mi hermano para ir, iba blanco. Me pongo a tirar y hago nueve en la primera tirada. Ahí dije, ya está, me tranquilicé y acabé con 131. Le gané la final a Ángel Lavín». Un hecho histórico que su padre celebró a su manera: llorando. «Yo soy muy emocional, le di un abrazo y me emocioné», confiesa. Estaba pasando un momento personal duro y aquello fue muy emocionante. Con su hermano Emilio tercero (llegaron a jugar entre ellos la final del Nacional en 1999), ambos tienen claro que nunca hubo envidias y rencillas familiares.
La todopoderosa Roper
Tras arrancar en la máxima categoría y pasar por un Borbolla en crecimiento Rodríguez aterrizó en El Parque, donde jugaba la todopoderosa Puertas Roper. Un 'dream team' por el que esos años pasaron su padre, Salmón, Haya, Lavín y Óscar, entre otros; y que durante los diez años en los que estuvo Rubén dominó casi todas las competiciones compartiendo bolera con su progenitor. «Jugar con él me daba tranquilidad. Cuando llegaban los partidos importantes yo veía a mi padre nervioso, dando vueltas para acá y para allá. Yo esos días llegaba a la bolera y les decía a mis compañeros: 'Tranquilos, que hoy gana mi padre sólo», sonríen ambos. «Los tiraba todos había que acompañarle».
Eran épocas de excesos económicos, de boleras a reventar, de concursos día sí y día también. De una madera que dejó una huella difícil de borrar, para bien y para mal. Un deseo más que una realidad para el que hacen falta varios cambios radicales en un deporte sin enemigos externos que vive de épocas pasadas. «La vida ahora va muy deprisa, todo es inmediato y rápido, y a los bolos les está costando adaptarse a esa velocidad. Hace falta gente que sepa adaptarlos a esa realidad».
Con la cabeza amueblada como para ser directivo, el todavía jugador hasta final de año lo descarta rápidamente. «El problema es cada uno tira para lo suyo, no creo que peñas, Federación o jugadores tengan la visión global para luchar por el bien de los bolos. A veces algún estamento tiene que dar un paso atrás por el bien de todos y sembrar posteriormente». En un parque de dirigentes con mucha antigüedad, Rubén reclama algún cambio para esa revolución. «Hace falta que venga alguien, hay que revolucionar esto. La competición individual no puede seguir como está, no tiene porqué haber un circuito de tantos concursos, igual tienen que ser menos y organizados de diferente forma», aporta.
«Parece que está encontrada o a malas con la competición por equipos, igual estamos equivocados. Igual hay que volver a darle valor a lo otro, antes era lo que le gustaba al aficionado». Tete asiente, como si hubieran hablado antes del tema, pero no hace falta, porque la lógica se impone. Lo del principio, carisma, cabeza amueblada y la satisfacción del deber cumplido.
Con la cabeza vuelta de nuevo al pasado, la lógica se vuelve a imponer a la hora de analizar su carrera. «No me arrepiento de ninguna de las decisiones que he tomado, en absoluto, porque todas me han traído al momento en el que estoy, y ahora soy feliz». Ni soluciones globales ni soluciones sobre el corro. Ni siquiera ha sufrido las 'broncas' de su padre por tirarse al dos, algo que el Tete nunca hizo. Historia pasada y reciente de los bolos, Rubén va a pasar a la historia como uno de los grandes, aunque él mismo busca su lado más personal a la hora de definirse ante los demás. «Me gustaría que se me recordara como un buen jugador», apunta, aunque su padre rápidamente le corrige: «bueno no, un muy buen jugador». Rubén reprime la sonrisa y añade que «ha tenido unos valores de compañerismo, de competencia y amistad por encima de todo». Sin duda, así será.
La conversación agoniza con una sensación agridulce, la que deja el final de una charla enriquecedora para el que habla y para el que escucha. Porque no todos los días se tiene la oportunidad de invertir una hora de tiempo en aprender de dos figuras, de dos grandes, cada uno en su época y en su nivel, de un deporte que siempre ve con más simpatía el pasado que el presente. Y no digamos ya el futuro. «Estoy muy orgulloso de haber jugado a los bolos y de haber mirado a los bolos por encima de todo, han sido mi vida y los he tenido en gran estima».
El final devuelve todo al origen, a esa tarde de agosto en La Albericia. «Yo había visto ganar a mi padre el año anterior, ese recuerdo es el mejor. El Nacional es diferente, es la madre de todas las competiciones». Muchos días de bolos resumidos en una tarde de gloria, la que dio paso a muchas más. Y que terminó de trazar a un bolista que, más allá del pundonor del que presume su padre, tiene, sin duda, su fuerte en la mentalidad y personalidad. Y en una cabeza privilegiada para los bolos y para el futuro. Que te vaya bonito.
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