Un bluesman de la vieja escuela
Las 'Rock Nights', el ciclo de conciertos entre semana que programa Escenario Santander, está cogiendo velocidad de crucero tanto por la calidad de los artistas ... como por la respuesta del público, cada vez más numeroso y entregado a la propuesta de reconvertir una sala de grandes dimensiones en un pequeño club de 'Country, Blue Grass and Blues', al estilo neoyorquino. Esta semana tocaba blues. O, más bien, un recorrido por esa frontera difusa de géneros entre el rock & roll primigenio, el soul más radical y el rythm & blues, pero actualizado a los cánones energéticos del siglo XXI.
A los mandos de la batidora estaba Chris O'Leary, un neoyorquino –de claro origen irlandés– de presencia rotunda y sonrisa más pícara que bonachona, y con una notable querencia al micro. Con más tablas que el almacén de Sifer, O'Leary dominaría la noche de principio a fin; su voz de registro amplio y una habilidad para dirigir a la banda de manera casi imperceptible –con los dedos daba todas las indicaciones–, y de paso al público, al que se empeñó en conquistar incluso superando la barrera del idioma.
Y es que, por mucho que sonriamos y sigamos la corriente, lo del inglés nos sigue costando bastante. Que se lo digan al músico, que necesitó echar una filípica de órdago hasta que, a la segunda, desde la pista ya acertamos a cantar «¡Tequila!» cuando tocaba. Vamos, que o nos apuntamos a la Escuela Oficial de Idiomas, o los cantantes a los que les gustan las presentaciones largas van a tener que venir con traducción simultánea. Menos mal que O'Leary tiró de don gentes y de algunas palabras en 'mexicano' y los menos bilingües también pudimos disfrutar de sus bromas sobre el divorcio presentando 'You break it, you bought it', versión yanki de nuestro 'el que rompe, paga'. O de la historia detrás de la impresionante 'Need for speed', un homenaje a Shirley Muldowney, pionera del Drag Racing y las carreras Hot Dog.
El gueso del repertorio procedía de su último disco, 'The hard line', con el que fichó en 2024 por el mítico sello Alligator Records, pero O'Leary iba eligiendo los temas sobre la marcha, y pasando de las composiciones propias a las versiones hasta una atmósfera de autor, en la que se pasaba de los ecos neoyorquinos –incluso algún pasaje recordaba al Mink DeVille de los tiempos heroicos– a los sonidos del Mississipi, que adornó con un rendido discurso sobre las maravillas de la meca de la música americana: «si os gusta la música, haceos un favor y viajad a Nueva Orleans, es la mejor ciudad del mundo». Luego cayeron clásicos de Sonny Boy Williamson, Billy Boy Arnold, de los funkies The Meters y hasta el 'Great balls of fire' de Jerry Lee Lewis, para lucimiento de una banda a la que presentó con mucha química: Shiela Klinefelter al bajo, Mike Lynch a la guitarra, Chuck Cotton a la batería y Brooks Milgate a los teclados. Aunque claro, el jefe es el jefe, un Chris O'Leary que tras los bises bajó directamente del escenario y se mezcló con el público, a charlar amigablemente con los doscientos nuevos incondicionales que se había ganado esa noche.
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