Oscar Peterson que estás en los cielos
El jueves en Santander se homenajeaba «al gran, al maravilloso, al eterno»pianista canadiense de proporciones míticas
Todos adoramos los cumpleaños, pero que te recuerden en tu centenario y al otro lado del mundo con un concierto en tu honor debe ser ... como cruzar océanos de tiempo, que diría Stoker. El jueves en Santander se homenajeaba «al gran, al maravilloso, al eterno» Oscar Peterson, pianista canadiense de proporciones míticas no solo en lo musical sino incluso en sus dimensiones físicas: se decía que sus manos, enormes, llegaban a abarcar dieciocho teclas.
Y en su honor John Clayton al contrabajo y Sullivan Fortner al piano se reunieron con Jeff Hamilton, quien fuera batería de la banda de Peterson durante dieciocho años, con intención de ofrecer un programa compuesto completamente por obras compuestas por él o piezas con arreglos suyos. Una propuesta novedosa y que resultó un auténtico golpe de efecto que vino a subir las revoluciones del Festival.
Arrancó la velada con 'Satin doll', maravilloso capricho cincuentero de Duke Ellington y Billy Strayhorn –y popularizado en nuestro país en los años de la Movida por la Orquesta Mondragón– en el que el trío liderado por Sullivan Fortner expuso bien a las claras por dónde iba a discurrir su interpretación: regusto clásico a mediados del siglo XX, libertad creativa pero sin caer en experimentos y adornos superfluos y ejecución brillante y extraordinariamente cálida.
Y es que Fortner, en apariencia desenfadado y casual, es en realidad un virtuoso que se apasiona con cada pieza, pero que también sabe ponerse serio y tocar la fibra sensible, o juguetón de la manera más contagiosa. Distintas maneras de ser y estar sobre el escenario de un artista que no se conforma con dominar el instrumento, sino que parece empeñado en conectar con el espectador. Y vaya si lo consigue.
Aunque para desenfado, el de Jeff Hamilton: «Con su presencia aquí, escuchándonos, están demostrando qué buen gusto tienen», bromeó el batería. Eso sí, el humor no está reñido con el talento, y el buen rollo pasaba del escenario a las butacas, y vuelta. En las piezas más animadas, Fortner bailaba sobre la banqueta de su Yamaha, o acababa cruzando los dedos tras rematar alguna proeza técnica, respondida con salvas de aplausos y hasta algún olé. En números redondos, salieron a más de una ovación por tema, y es que era todo un espectáculo ver a Hamilton tamborilear con las manos –luego lo haría también con los platos– o escuchar cómo Clayton, arco en mano, arrancaba gemidos a su contrabajo. Más que merecidos, pues los dos minutos largos de ovación final y una despedida con toda la sala en pie.
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