Covid: muerte en las residencias
El Juzgado de Instrucción número 3 de Madrid ha citado a declarar como imputados a los principales responsables de los protocolos establecidos en la Comunidad ... de Madrid durante la pandemia de covid-19 en relación con las residencias de ancianos. Se les acusa de un delito de denegación discriminatoria de la asistencia sanitaria. No pretendo analizar aquí las razones o los impulsores detrás de la reactivación de esta denuncia, pues hacerlo podría desviar la atención del verdadero propósito de este texto. Mi intención es abrir la puerta a una reflexión compleja, dolorosa pero imprescindible, desde una perspectiva epidemiológica, ética y técnica, sobre las decisiones tomadas en los momentos más oscuros de la crisis sanitaria.
En marzo y abril de 2020, el sistema sanitario español enfrentó un colapso sin precedentes. Los hospitales, especialmente en Madrid, estaban desbordados: las urgencias se convirtieron en escenarios de caos, las unidades de cuidados intensivos (UCI) alcanzaron su límite, y los pasillos se llenaron de pacientes graves esperando atención. La escasez de camas, respiradores y personal sanitario obligó a los profesionales a trabajar en condiciones extremas, enfrentándose a un volumen de casos que crecía de forma exponencial. Como dijo Albert Camus en 'La peste', «el mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad puede causar tanto daño como la maldad si no está bien informada». En ese contexto, las decisiones tomadas no fueron fruto de la indiferencia, sino de un esfuerzo desesperado por salvar el mayor número de vidas posible en un escenario de catástrofe.
En estas circunstancias, se aplicaron criterios médicos conocidos como 'triaje de emergencia', un mecanismo utilizado en situaciones extremas, como guerras o desastres naturales, donde los recursos son insuficientes para atender a todos. Estos criterios, respaldados por la Sociedad Española de Medicina Intensiva (SEMICYUC) y el Comité de Bioética de España, no buscaban discriminar por edad, sino evaluar el beneficio real que un tratamiento hospitalario podía ofrecer a cada paciente. La prioridad era asignar recursos escasos —como ventiladores o camas de UCI— a quienes tenían mayores probabilidades de sobrevivir con intervención médica intensiva. En el caso de muchos ancianos en residencias, con enfermedades avanzadas, demencias severas o estados de salud extremadamente frágiles, los médicos sabían que tratamientos invasivos, como la intubación o el ingreso en UCI, probablemente no mejorarían su pronóstico. En muchos casos, trasladarlos a un hospital implicaba exponerlos a un sufrimiento innecesario, en un entorno deshumanizado por las restricciones de la pandemia, sin garantizar una mayor supervivencia.
Lejos de abandonar a los residentes, muchos equipos médicos se desplazaron a las residencias para apoyar a los profesionales locales, llevando oxígeno, medicamentos, formación y, sobre todo, consuelo. Se buscó humanizar el final de la vida, evitando el encarnizamiento terapéutico y priorizando la dignidad y el confort de los pacientes. Estas decisiones, aunque clínicamente fundamentadas, no fueron fáciles. Cada una llevaba consigo una carga emocional inmensa para los profesionales, quienes trabajaban en primera línea con lágrimas, impotencia y un profundo sentido de responsabilidad.
Es innegable que estas decisiones dejaron un profundo dolor en muchas familias. La rapidez de los acontecimientos, el aislamiento impuesto por las medidas sanitarias, la falta de información clara y el miedo colectivo intensificaron la sensación de abandono. Para quienes perdieron a un ser querido, ninguna explicación puede llenar el vacío de su ausencia. Sin embargo, es importante comprender que estas decisiones no se tomaron desde la frialdad de un despacho, sino en el fragor de una crisis que superó todas las previsiones. Los profesionales sanitarios, desbordados y exhaustos, actuaron guiados por principios éticos y clínicos, buscando el mayor bien posible en un contexto donde no existían soluciones ideales.
Además, estas medidas no fueron exclusivas de España. Países como Italia, Francia y el Reino Unido enfrentaron dilemas similares y aplicaron protocolos de triaje basados en guías clínicas y de bioética internacionales. La decisión de no trasladar masivamente a todos los residentes a hospitales respondió también a la necesidad de proteger el sistema sanitario en su conjunto. Un colapso total habría impedido atender no solo a los ancianos, sino también a pacientes más jóvenes o con mejores probabilidades de recuperación. Fue, en esencia, una elección trágica entre males inevitables.
Este análisis no pretende justificar ni minimizar el sufrimiento de las familias. Más bien, busca ofrecer un marco para comprender las decisiones tomadas en un momento de crisis extrema, donde la incertidumbre, la escasez y la urgencia marcaron cada paso. Como sociedad, debemos reflexionar sobre cómo mejorar la preparación ante futuras crisis, fortalecer el sistema sanitario y garantizar una comunicación más clara y humana con las familias. Solo a través de esta reflexión colectiva podremos honrar a quienes nos dejaron y construir un futuro más resiliente.
Entendemos que ninguna explicación puede sanar por completo el dolor de la pérdida. Pero esperamos que comprender el contexto, los valores éticos y los criterios científicos que guiaron estas decisiones pueda, al menos, ofrecer una honesta información a jueces y ciudadanos, y un pequeño consuelo a familiares que suavice las heridas de una tragedia que marcó a toda una generación.
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