Ala insaciable sociedad actual, habría que recomendarle que se mirara reflexivamente en el espejo de Midas, mítico rey de Frigia, a quien se le volvía ... oro todo cuanto tocaba. Tal don le fue concedido por Dioniso, en agradecimiento por su hospitalidad con Sileno.
¡Pues qué bien –razona el cretino– qué más quisiera servidor que tener ese don y que todo lo que tocara se me volviera oro: la quiniela, la lotería, los grifos, las acciones bursátiles, el negocio, los zapatos, la motosierra...! ¡Pues qué horror –reflexiona el inteligente– vivir toda la vida sin poder apreciar el tacto de las cosas, la miga de pan, la ternura del hijo recién llegado al mundo, la manecita del nieto, el cano cabello menguante de la madre, la pinchosa barba del padre, la piel de la amada!
Desengáñense los irreflexivos. Desde que Midas recibiera tan generoso don divino, la desgracia le acompañó hasta la tumba. Incapaz ya de volver al arroyo de aguas cristalinas de la infancia para lavarse con agua fresca la cara. ¡Triste fortuna! ¡Por mor del gracioso don recibido ya siempre que intentaba meter las manos en el agua el flujo devenía oro impenetrable! Y lo más que Midas conseguía era llevarse un lingote de oro al hocico. ¡Porca miseria!, clamaba lloroso, privado de saborear un percebe, una nécora o una sangrante chuleta de vaca a la brasa.
Su aparente fortuna fue su desgracia real. Ya jamás volvió a gozar del sabor de un beso, una caricia, un baile canalla... Imaginemos a Midas en Santander, invitado nuestro. Sentados en 'El Bar del Puerto', pedimos cerveza y mitad y mitad de rabas y gambas rebozadas. Compartimos picoteo y trago. Midas coge una raba y se le vuelve oro en los dedos lo que en los nuestros trisca y quema. Se lleva a la boca una gamba y le sabe aburridamente, como la cerveza, a lo de siempre: a puto oro macizo.
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