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Siento en el alma no poder precisar la edad de la santanderina que albergo en mi casa, a la que trato con el esmero que ... su venerable antigüedad exige. Para mí, es la vecina más vieja de la ciudad, con una antigüedad estimada en unos cien o doscientos millones de años. Se trata de una fosilizada concha marina que los obreros posaron en la repisa de una terraza que da al sur de mi vivienda y que incapaz de pasar más tiempo a oscuras lleva años aflorando en la piedra arenisca, no sé si pidiéndome que la rescate de su eterna prisión y la coloque en una vitrina o que me limite a dar cuenta de su existencia.
Con la confianza que da el conocimiento la nombro Conchita porque concha es, con visos de viera, zamburiña o venera de Santiago. Que haya otras muchas como ella en Santander es de lógica elemental. Pero como no están censadas sitúo la mía en la parrilla de salida, sin perjuicio de otras que vaya por ahí catalogando en edificios varios.
De dónde proviene lo ignoro. Si de una cantera próxima o lejana es un arcano. La blanca cal de su cuerpo luce en la repisa de mi terraza particular como un capricho de la resistencia. Si hablara, contaría vivencias que nos maravillarían. Entre otras, que todos los seres vivientes somos por nuestro esqueleto, por la cal de nuestros huesos, que son los que más segura huella guardan de nuestra episódica existencia.
Pese a su milmilenaria antigüedad, la vecina que hospedo en casa me ofrece a diario su nacarada sonrisa. Fue del mar y ahora es de la tierra. Tierra y mar. Como Santander. Su casa. Y la nuestra.
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