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La jugada fue básicamente así. Javier Milei se reunió con el creador de la criptomoneda LIBRA e incluso se hizo una foto con él, poniendo ... morritos y con los pulgares hacia arriba. Después, el presidente argentino promocionó –difundió, dice él– en sus redes LIBRA para «incentivar el crecimiento de la economía argentina fondeando pequeñas empresas y emprendimientos argentinos», sin revelar las regulaciones ni los propietarios del invento: cinco cuentas se habían hecho con el 70% del token cuando no valía nada. En poco tiempo, LIBRA multiplicó su valor hasta en un 1.300%, y entonces unos pocos espabilados vendieron todo con unas ganancias multimillonarias, provocando el desplome de la criptomoneda y que unos 15.000 inversores lo perdieran todo. Solo cinco horas después, el trampantojo se esfuma, los mensajes se borran, los responsables se convierten en víctimas, y la culpabilidad se difumina en aquel viejo lema financiero: 'es el mercado, amigo'.
Al grito de viva la libertad, estos nuevos libertarios pretenden que el capital fluya sin regulaciones ni restricciones, que fluya hacia sus bolsillos a ser posible. La política y el poder es solo un medio para mover las líneas rojas, para disponer de información privilegiada y para controlar los mercados: quieren que todos juguemos a su juego, en el que ellos ponen la baraja con las cartas marcadas.
«Si vos vas al casino y perdés plata, digo, ¿cuál es el reclamo?», alegó Milei, con lo que vino a decir: si eres tan estúpido de invertir un pastizal en una criptomoneda intangible sobre la que no sabes nada, solo porque la recomienda un político chiflado que cree que los mercados deben ser la ley de la selva, entonces mereces que te sisen, tonto, que eres muy tonto. Y luego no te quejes ni vengas llorando. Porque son las reglas del juego.
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