Miguel Delibes, en uno de sus cuentos titulado «La grajilla», mencionaba a su padre, al que describía como «un hombre maduro, serio y circunspecto». Luego ... añadía que ese mismo padre se volvía un niño en contacto con la naturaleza, y hablaba de cómo cazaba grillos en las cunetas con «paciente tenacidad». «A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle».
Esta frase volvió hoy a mi memoria. No sé por qué. Supongo que es una imagen poderosa: el padre, serio y callado, apareciendo al atardecer con grillos bajo el sombrero que cantan y alborotan con su hipnótico soniquete.
Estas imágenes dormidas puede que aparezcan ahora en un último intento de preservarse antes del olvido, porque estoy enfermo y me estoy muriendo con pasos lentos pero seguros. Quieren alertar del peligro que corren de desaparecer. «Ya somos el olvido que seremos», decía el verso de Borges.
A los enfermos de ELA nos dicen que lo peor de todo es que somos conscientes de lo que nos pasa en todo momento. Que tu cabeza y tu memoria permanecen en pie mientras todo se derrumba a su alrededor. Memoria, muerte y olvido aparecen siempre entrelazadas. Sin embargo, la muerte y el olvido son algo inevitable y hasta necesario. Pienso en el deterioro físico, pero me queda mi memoria y mi consciencia. Quiero valorar y querer a la gente que tengo alrededor. Quiero ser agradecido. Y quiero que mi cabeza siga presentándome la imagen de un tipo sonriente con grillos cantarines bajo el sombrero.
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