Antes había inmortales
Cada época tiene el privilegio de cargarse para siempre los inmortales que han perdurado durante siglos, y encumbrar a otros, ya sean presentes o pasados
Todos hemos fantaseado alguna vez con alcanzar la inmortalidad. No me refiero a esa vieja aspiración del ser humano de esquivar la muerte y vivir ... para siempre, como en aquella canción de Queen que pone los pelos de punta: 'Who wants to live forever'. Yo hablo de que tus gestas, tus creaciones o tu biografía te aseguren un lugar imborrable en la historia.
Hay distintas maneras de acercarse a este tipo de inmortalidad. Alguien muere pensando que su existencia banal morirá definitivamente con él, y sin embargo, esa justicia histórica retardada acaba aupándolo en el pedestal que merece, mientras lleva criando malvas durante décadas o siglos.
Es conocida la vida y desgracias del pintor Vincent Van Gogh, y cómo, en solo una década, pintó unas 900 pinturas y unos 1.600 dibujos, una obra ingente de la que solo vendió apenas tres lienzos. Van Gogh murió en la miseria, sin reconocimiento y con claros signos de locura, después de pintar 'Campo de trigo con cuervos', una de sus últimas y más geniales obras. El mismo pintor escribía antes de morir: «Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a medias». Toda una vida dedicada en cuerpo y alma a tu vocación, a tu obra, para morir medio loco pensando que vas a ser olvidado para siempre y tus cuadros destruidos o perdidos en algún rincón, sin ser consciente de que el tiempo te tiene reservada la inmortalidad, algo que jamás llegarás a ver.
Por otro lado, alguien cree que ha hecho méritos suficientes para disfrutar de la fama y el prestigio eternos; piensa que él siempre vivirá, presente en su vida o su obra, transmitida de generación en generación hasta la noche de los tiempos. Pero ese reconocimiento que ha disfrutado en vida acaba difuminándose en épocas posteriores, enterrando su legado en modas y costumbres más actuales.
Me viene a la mente la obra del escritor Camilo José Cela, por ser relativamente reciente, español y laureado con el Nobel de Literatura. Un escritor que gozó en vida del reconocimiento de sus lectores y de los premios literarios más prestigiosos, que podrían asegurarle, en su último suspiro, la presencia omnisciente en nuestro acervo cultural. Me pregunto quién lee hoy, veintitrés años después de su muerte, al autor de 'La colmena' o de esa novela corta, salvaje y descarnada llamada La familia de Pascual Duarte, que se lee de dos tacadas y es imposible que te deje indiferente. Libros presentes en todas las bibliotecas, destinados a criar polvo y a dormir el sueño de los justos.
¿Quién se acuerda de esas grandes proezas heroicas que inspiraron a generaciones enteras? «¿Quién se acuerda del capitán Scott?», cantaba el grupo Mecano. Una biografía, la de este capitán inglés, con una de las gestas más memorables de la historia, en la que están presentes la valentía, el honor y el coraje –conceptos estos que no gozan de mucho crédito en la actualidad—, y que acabó en algún lugar perdido de la Antártida con unas últimas y emocionantes palabras escritas en un cuaderno.
Cada época tiene sus propios inmortales. Y cada época tiene el privilegio de cargarse para siempre los inmortales que han perdurado durante siglos, y encumbrar a otros, ya sean presentes o pasados. Se supone que este será uno de los signos distintivos de su tiempo. Me pregunto cuáles de nuestros personajes actuales alcanzarán la preciada inmortalidad.
Podría ser Donald Trump, que ha manifestado que sería «buena idea» incluir su caradura, esculpida en piedra, en el Monte Rushmore junto a las de Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln. Podría ser Bad Bunny, que vendió 600.000 entradas en un día para sus doce conciertos en España. O podría ser también el 'artista' Maurizio Cattelan, creador de ese famoso plátano pegado en la pared, y que consiguió vender varias copias de su obra, por 120.000 dólares, adjuntando en cada copia un certificado de autenticidad y unas instrucciones de instalación, porque el plátano original se ponía pocho.
Nadie sabe cuánto durará su legado. Nadie sabe cuándo su recuerdo caerá en el olvido para siempre. Antes había inmortales. Hoy podemos presenciar la muerte definitiva de muchos de ellos. Hoy no hay tiempo para la inmortalidad. Y los plátanos pegados en la pared se ponen pochos enseguida.
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