En mi época los chavales merendábamos en la calle, después de los deberes y aquellos partidos de fútbol que se prolongaban hasta casi la hora ... de la cena. En mi barrio, humilde pero de gente trabajadora y con recursos suficientes para darnos estudios y pagar a plazos el piso nuevo comprado en las afueras de la ciudad, mandaba el habitual bocadillo de mortadela, de Salami (lunch), un embutido jugoso y fresco al que de vez en cuando atacamos para disfrutar de un gran placer gastronómico. Le seguían en el ranking el chorizo y el salchichón, este de origen desconocido, delante del queso de nata con membrillo, el paté La Piara, el chocolate o el chorizo de Pamplona, que entró a saco en nuestros paladares una vez llegado a las tiendas de mi calle.
Sin embargo, el más deseado para mí fue el de anchoas. De Santoña, claro. Los más pudientes tenían su jamón serrano y otros unas simples pastillas de calcio que las madres 'pelín' pijas decían que eran buenas para la salud. Mi querido y siempre admirado amigo Pedro descubrió una merienda en condiciones, con pan y mortadela, en mi casa. Creo, y sin que nadie de ofenda, que la merienda en la calle terminó con la llegada de la crema de cacao, avellanas y azúcar, un producto difícil de digerir cuyas calorías no se desgastaban ni con tres prórrogas del partido. Una bomba de relojería que casaba muy bien con la hogaza o la viena, algo que también pasa ahora con las palmeras de chocolate de producción industrial. ¡Qué tiempos aquellos!
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